Campaniles

sábado, 26 de noviembre de 2016

A PROPÓSITO DE MI PROPIA MEMORIA HISTÓRICA



Imagen propia
100/2016

VA DE...LITERATURERÍAS en Facebook.
(https://www.facebook.com/GavYola/posts/1347727831905226)
 
He llegado a la conclusión -y perdóneseme la licencia retórica- de que los Ayuntamientos son los primeros síntomas de Alzheimer Colectivo de lo realmente vivido a título individual por cada uno de los vecinos; que los plenos municipales son algo así como los rediles de la polilla de la historia y que los arquitectos y urbanistas municipales, con sus acólitos armados de piqueta y excavadora, acaban siendo los oficiantes laicos del entierro de los recuerdos privados.
Lo digo porque, cuando se llega a una cierta edad, ya no se es "lo que queda por vivir", sino "lo que se ha vivido", necesitando desesperadamente de etiquetas identificativas que señalen dónde encontrar la información requerida para seguir viviendo. Me refiero a la memoria con sus pequeños trucos nemotécnicos. La memoria que tiene sus propias etiquetas de músicas, de olores, de monumentos, de edificios, de paisajes… y de nombres rotulados en las esquinas de nuestras calles, que no nos dicen tanto de la identidad de los personajes que evocan como de nuestra propia identidad. Nombres tan campanudos y sonoros como desconocidos en sus orígenes, pero instalados como un sonsonete en nuestra propia y particularísima forma de re-vivir lo que ya no es, o ya no somos sin apenas darnos cuenta de haber dejado de serlo.
Pero quienes sacan la goma de borrar recuerdos de ladrillo y nombres de calles son aún demasiado jóvenes para meterse en lo de la añoranza. Cada vez que derriban un edificio noblemente menesteroso, cambian de sitio un monumento -o simplemente lo "desaparecen", con nocturnidad vergonzante, que no vergonzosa-, cortan en la Rambla un árbol viejo con las raíces al aire, condenan un lavadero común al soterramiento, convierten las inmemoriales sanguijuelas de un abrevadero de ganado en una fuente de taza con chorritos, peces de colores y carteles de “perros no”, o le mudan el nombre a una calle, algo de mí se me muere de olvido, de vergüenza ajena y de abandono propio.
Decididamente, envejecer no es cumplir años, sino dejar de encontrarnos de un día para otro sin los paisajes de nuestro siempre.
Seguramente, los que deciden esos cambalaches tienen sus propias razones. Por ejemplo, lo de la Ley de la Memoria Histórica tiene sus razones -¡Dios me libre de meterme a hablar de lo que no entiendo!-. Pero una cosa son las razones y otras las caricaturescas sinrazones con las que se hace gala de una ignorancia histórica rampante –cosa que no es de mi incumbencia-; pero, sobre todo, con la que se me están destruyendo -y eso sí que me compete- mi propio paisaje evocador de un haber vivido a mi propia costa y con cargo a mi presupuesto.
Por poner un ejemplo, cuando allá a lo lejos del tiempo que aún vive en mis etiquetas, nos dirigíamos a mi último internado en Madrid, mi madre le dio al taxista la dirección:
-“Calle de Zurbano esquina con el Paseo del Cisne, por favor”.
-“Calle de Eduardo Dato querrá usted decir ¿verdad, señora?” –le amonestó el buen hombre, mirando asustadizo por la ventanilla abierta en aquel todavía tibio mes de septiembre, dispuesto a levantar el brazo hacia la aparición de cualquier eventual falangista “cazarojos” de los que aún paseaban su azul impunidad correosa y engominada por las calles del Madrid de los sesenta rotulado de histórica locura.
-Si hubiera querido decir “Calle Eduardo Dato” lo hubiese dicho. Pero, por lo que veo, usted me ha entendido –respondió con legitimada y cortante severidad mi madre, recordando la última vez que vio a su padre en la Cárcel Modelo, antes de que unos desmandados “cazaazules” lo sacaran de allí para conducirlo a Paracuellos de Jarama en una noche de fusilamientos sin juicio previo y de cal viva a granel sobre las fosas. Aquel día que ella recordaba en ese momento dentro del taxi, mi entonces adolescente madre caminó sin rumbo por las calles de Madrid, desorientada, desesperada, sola, imaginando en qué embajada entrar a pedir asilo, o en que iglesia, o en qué checa o en qué lugar de aquellos años de una guerra para la que al parecer no hay memoria histórica que consiga borrarla, podrían darle razón de su padre desaparecido. (Desaparecido sigue en las fosas comunes cavadas por ellos mismos).
Imagen de Internet
El peregrinaje de la que aún no era mi madre, un mes de noviembre de 1936, acabó en el borde de una fuente de taza en cuyo centro un cisne de piedra lanzaba al cielo su estupor de agua helada de espanto. Ese animal de piedra fue la figura que dio nombre al Paseo del Cisne, hasta que 1939 vino a borrar el nombre de la calle en todas sus esquinas sin conseguir consolar el triste recuerdo de mi madre en su primer día de orfandad sin norte.
Durante mis años de internado, en el colegio de "Zurbano esquina a Cisne", ni pronuncié ni adopté más nombre que el del recuerdo de mi madre sentada en la fuente. Por mucho que las placas de las esquinas le rezaran a la muerte callejera de “Eduardo Dato”, para mí siempre fue y será- El Paseo del Cisne, nombre que le sostuvo a mi madre la etiqueta de la memoria de una adolescencia tan terrible como la de los otros adolescentes multicolores de aquella Guerra inolvidable para todos.
Imagen de Internet
Ya lo he dicho y vuelvo a decirlo: sus razones tendrán los que quieren borrar de la memoria colectiva nombres y paisajes cuya travesía por la vida no da para más de lo que dura una vida humana. Como mucho, me gustaría pensar –que no lo pienso- que los que mandan en la memoria mutante de los plenos municipales saben lo que hacen, y saben quiénes fueron aquellos a los que destierran de las esquinas de las ciudades por razones que se "desrazonan" y se alejan de su propio sentido en la avaricia del salario de las urnas.
Pero, por mucho poder temporal que tenga el más o menos desleído interinaje de los munícipes de paso, nunca podrán borrar de mi memoria eterna lo que yo viví en la esquina de aquella calle cuyo nombre ya no recuerdo, y a la que ahora van a ponerle medias suelas. Porque mi único recuerdo de la esquina inolvidable en la que estoy pensando es el nombre de aquel muchacho que allí me besó por primera vez.
¿Nacerá –me pregunto a estas alturas de la vida- algún político que rotule mi inolvidable esquina con la placa de "Calle del Primer Beso"?.
En “CasaChina”. En un 26 de Noviembre de 2016.

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