VA DE...LITERATURERÍAS
en Facebook.
(https://www.facebook.com/GavYola/posts/1347727831905226)
He llegado
a la conclusión -y perdóneseme la licencia retórica- de que los Ayuntamientos
son los primeros síntomas de Alzheimer Colectivo de lo realmente vivido a
título individual por cada uno de los vecinos; que los plenos municipales son
algo así como los rediles de la polilla de la historia y que los arquitectos y
urbanistas municipales, con sus acólitos armados de piqueta y excavadora,
acaban siendo los oficiantes laicos del entierro de los recuerdos privados.
Lo digo
porque, cuando se llega a una cierta edad, ya no se es "lo que queda por
vivir", sino "lo que se ha vivido", necesitando desesperadamente
de etiquetas identificativas que señalen dónde encontrar la información
requerida para seguir viviendo. Me refiero a la memoria con sus pequeños trucos
nemotécnicos. La memoria que tiene sus propias etiquetas de músicas, de olores,
de monumentos, de edificios, de paisajes… y de nombres rotulados en las
esquinas de nuestras calles, que no nos dicen tanto de la identidad de los
personajes que evocan como de nuestra propia identidad. Nombres tan campanudos
y sonoros como desconocidos en sus orígenes, pero instalados como un sonsonete
en nuestra propia y particularísima forma de re-vivir lo que ya no es, o ya no
somos sin apenas darnos cuenta de haber dejado de serlo.
Pero
quienes sacan la goma de borrar recuerdos de ladrillo y nombres de calles son
aún demasiado jóvenes para meterse en lo de la añoranza. Cada vez que derriban
un edificio noblemente menesteroso, cambian de sitio un monumento -o
simplemente lo "desaparecen", con nocturnidad vergonzante, que no
vergonzosa-, cortan en la Rambla un árbol viejo con las raíces al aire, condenan
un lavadero común al soterramiento, convierten las inmemoriales sanguijuelas de
un abrevadero de ganado en una fuente de taza con chorritos, peces de colores y
carteles de “perros no”, o le mudan el nombre a una calle, algo de mí se me
muere de olvido, de vergüenza ajena y de abandono propio.
Decididamente,
envejecer no es cumplir años, sino dejar de encontrarnos de un día para otro
sin los paisajes de nuestro siempre.
Seguramente,
los que deciden esos cambalaches tienen sus propias razones. Por ejemplo, lo de
la Ley de la Memoria Histórica tiene sus razones -¡Dios me libre de meterme a
hablar de lo que no entiendo!-. Pero una cosa son las razones y otras las
caricaturescas sinrazones con las que se hace gala de una ignorancia histórica
rampante –cosa que no es de mi incumbencia-; pero, sobre todo, con la que se me
están destruyendo -y eso sí que me compete- mi propio paisaje evocador de un
haber vivido a mi propia costa y con cargo a mi presupuesto.
Por poner
un ejemplo, cuando allá a lo lejos del tiempo que aún vive en mis etiquetas,
nos dirigíamos a mi último internado en Madrid, mi madre le dio al taxista la
dirección:
-“Calle de
Zurbano esquina con el Paseo del Cisne, por favor”.
-“Calle de
Eduardo Dato querrá usted decir ¿verdad, señora?” –le amonestó el buen hombre,
mirando asustadizo por la ventanilla abierta en aquel todavía tibio mes de
septiembre, dispuesto a levantar el brazo hacia la aparición de cualquier
eventual falangista “cazarojos” de los que aún paseaban su azul impunidad
correosa y engominada por las calles del Madrid de los sesenta rotulado de
histórica locura.
-Si
hubiera querido decir “Calle Eduardo Dato” lo hubiese dicho. Pero, por lo que
veo, usted me ha entendido –respondió con legitimada y cortante severidad mi
madre, recordando la última vez que vio a su padre en la Cárcel Modelo, antes
de que unos desmandados “cazaazules” lo sacaran de allí para conducirlo a
Paracuellos de Jarama en una noche de fusilamientos sin juicio previo y de cal
viva a granel sobre las fosas. Aquel día que ella recordaba en ese momento
dentro del taxi, mi entonces adolescente madre caminó sin rumbo por las calles
de Madrid, desorientada, desesperada, sola, imaginando en qué embajada entrar a
pedir asilo, o en que iglesia, o en qué checa o en qué lugar de aquellos años
de una guerra para la que al parecer no hay memoria histórica que consiga
borrarla, podrían darle razón de su padre desaparecido. (Desaparecido sigue en
las fosas comunes cavadas por ellos mismos).
Imagen de Internet |
Durante
mis años de internado, en el colegio de "Zurbano esquina a Cisne", ni
pronuncié ni adopté más nombre que el del recuerdo de mi madre sentada en la
fuente. Por mucho que las placas de las esquinas le rezaran a la muerte
callejera de “Eduardo Dato”, para mí siempre fue y será- El Paseo del Cisne,
nombre que le sostuvo a mi madre la etiqueta de la memoria de una adolescencia
tan terrible como la de los otros adolescentes multicolores de aquella Guerra
inolvidable para todos.
Imagen de Internet |
Pero, por
mucho poder temporal que tenga el más o menos desleído interinaje de los
munícipes de paso, nunca podrán borrar de mi memoria eterna lo que yo viví en
la esquina de aquella calle cuyo nombre ya no recuerdo, y a la que ahora van a
ponerle medias suelas. Porque mi único recuerdo de la esquina inolvidable en la
que estoy pensando es el nombre de aquel muchacho que allí me besó por primera
vez.
¿Nacerá
–me pregunto a estas alturas de la vida- algún político que rotule mi
inolvidable esquina con la placa de "Calle del Primer Beso"?.
En
“CasaChina”. En un 26 de Noviembre de 2016.
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