Campaniles

domingo, 25 de diciembre de 2016

EL CANDENTE CORAZÓN DE LAS BOMBILLAS (Mª Socorro Mármol Brís)



107/2016

Y esta mañana de Navidad, con mi abrazo literario a quien sabe para quién escribo. Y todos los que anoche pronunciaron en silencio la palabra “madre”:

 

Llegados a cierta edad en la vida, una siente como un “no-sé-qué” de pudor en dolerse de algunos recuerdos, y algo de retraimiento en echar mano y mentar la palabra “huérfana”, para describir el significado de esta ausencia de padre y de madre que escuece como la sal en los surcos de cualquier tiempo, y esencialmente, por las Navidades.  
Y es que lo de tener familia es una incesante inminencia de exilios que se consuma sin remedio antes o después, que se hace crónica y que por estas fechas se convierten en agudas doliendas.
Metida en alivio de desarraigos, atrás quedó incluso, según cuentan quienes pueden hacerlo, ese “lo hago por los niños”; porque hasta los niños -los de la segunda generación, digo- han dejado de serlo, para convertirse en atropellados adolescentes que, visiblemente incómodos dentro de sus galas de sentarse a la mesa de Noche Buena, engullen en fracciones de tiempo vertiginosas condumios y viandas que han costado todo un día de sudores culinarios, como si en hacerlos desaparecer del plato para irse delante de la pantalla del ordenador les fuera la conquista del maratón de la vida.
Ya digo: a esta edad, y en mitad de fandangos ajenos, una puede sentirse hasta como de sobra; pero lo de sentirse “huérfana” es poco menos que impensable.
Sin embargo, anoche, por mucho que me empeñara, no pude evitar sentir el mordisco de la orfandad recordando aquella otra Noche Buena de no se sabe bien cuándo. Debe hacer mucho más tiempo del que quisiera recordar, porque mis hermanas no habían nacido todavía, y mis padres y yo vivíamos aún en la última casa de la derecha, bajando la escalonada, irregular, musgosa, empedrada y ahora encementada calle de “Las Protegidas”, aquellas viviendas hechas para paliar penurias de maestros de posguerra, pero que, en siendo más las casas que los maestros, se destinaron también a Don Félix, el secretario, no menos menesteroso que un maestro-escuela, y a Don Jesús, el médico sin igualas todavía, entre otros forasteros. El mancebo –practicante del pueblo por más señas-, el párroco oriundo y pudiente de por sí, y la boticaria, rica por casa, tenían casa propia.

Eran tiempos de escaseces para todos; especialmente para los maestros, obligados por decoro a llevar zapatos de suela allí donde el sueldo no alcanzaba ni para alpargatas o esparteñas; y tener un aparato de radio era casi un lujo que había que amortizar dejándolo esparcir sus interferencias a través de la ventana abierta al suave invierno del sur del medio día.
El recuerdo me llegó anoche como un flash de a deshora: Mi padre, en un descanso de sus libros de la carrera de derecho cursada tardíamente, se afanaba con tiento tratando de sintonizar una emisora audible en el fragor chirriante de aquella “telefunken” enviada desde Madrid por mi todopoderosa abuela, como distante y regio regalo de Navidad.

 


De repente surgió la peculiar voz de Antonio Machín entonando una canción navideña que en los ojos de mi madre se convirtió en mansas lágrimas, y puso una sombra de miedos y de destierros en los de mi padre:




“…a mí llegan los dulces recuerdos del hogar bendito donde me crié…”.

La cartilla de racionamiento individual había llegado al mundo un año antes que yo naciera, de forma que, el año de mis recuerdos, los tres, papá, mamá y yo, tuvimos nuestra ración de cena navideña con villancicos de radio "telefunken" incluidos.
Luego, detrás de los irrevocables “campanilleros” de “…los campos de mi Andalucía”, subimos a la Misa del Gallo, a la que tantas veces había ido mi madre de la mano de su padre antes de que las sacas de noviembre del 36 se lo llevaran por delante en el tristísimo recuerdo de Paracuellos:

“…Pajarillos que estáis en el campo/ gozando el amor y la libertad/ recordadle al hombre que quiero/ que salga a su reja por la madrugá’/ que mi corazón/ se lo entrego al momento que llegue/ cantando las penas que he pasa’o yo”.

A la luz del incandescente corazón de las bombillas del altar mayor del año de mis recuerdos, volvieron a brillar los pómulos de mi madre, bañados por lágrimas cuyo sentido de ausencias, de miedos y de añoranzas tardé mucho tiempo en entender hasta que yo comencé a llorar los míos propios.

“…din, don, din, don…/ aquella viejita que tanto adoré/ din…don… /mi madre del alma que no olvidaré…”.


Vinieron poco después mis hermanas; y nuestras imborrables Navidades del Barranquillo, de la Barriada de Fátima, de la calle Méndez Núñez, 7, de la Salina, de la calle del Duende en Jaén, de la Carretera de Ronda 115 de Granada, de las de Madrid y…
Ahí se quedaron para siempre, teñidas del amor único de la infancia, de la adolescencia, de la juventud, y de esa edad adulta que se resiste a serlo mientras se pueda seguir pronunciando en voz alta la palabra “madre”. 
Más tarde, la orfandad definitiva con toda su cohorte de destierros. 
Aunque la auténtica orfandad nos llega cuando estamos a punto de perdernos a nosotros mismos entre las arrugas de la memoria. Sólo entonces se le funden las válvulas a las viejas canciones de la radio “telefunken”, y se enciende la última lámpara silenciada de la palabra “madre”, con resonancias cuya congoja jamás sospechábamos cuando aún era tiempo:

  



“…oh que triste es pasar por la vida/ por senda perdida/ lejos del hogar/ sin oír una voz cariñosa/ que diga amorosa/ llegó Navidad”.








Finalmente, y a pesar de todo, persiste este amor sin final que es seguir viva.

“Navidad que con dulce cantar te celebran las almas que saben amar…”.


 
Detrás de la ventana, y a lo lejos, vuelven a palpitar los ecos del candente corazón de las bombillas. 



En “CasaChina” En un 25 de Diciembre de 2016.

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