Campaniles

sábado, 2 de noviembre de 2013

VIAJE EMOCIONAL: Jódar

65/2013
VIAJE EMOCIONAL: Jódar
 YO SOY MI CASA
Porque CREER en lo de entonces es CREAR un para siempre

        Ayer, de regreso a Madrid desde Málaga, a la altura de La Venta de la Nava, me desvié de la autopista y elegí la ruta de Los Montes. Me acompañaba ese tibio sol otoñal de las 2 de la tarde, siempre amenazando con echarse a dormirlear.
        La ruta de Los Montes, esas inmensidades en las que tantos segadores nuestros perdieron sus sueños y su saliva, merece una crónica especial que no voy a hacer ahora, porque quiero llegar al Pueblo de los recuerdos de mi segunda infancia, Jódar, donde ayer, después de muchos años de ausencia, me detuve a reconfortar el vacío del estómago con sus insólitos condumios, y a recobrar fuerzas emocionales.
        Bajé al Cementerio, -un ir y venir de Día de Difuntos y de gentes en cuyos ramos de flores leía yo las enjundias de los apellidos-, en un puesto discretamente instalado a prudente distancia de la entrada del CampoSanto: Memento, Homo... compré turrón de almendra, blanco y pegajoso que no me comí. Repasé con amor los añosos troncos de los olivos que rodean el Cementerio y tomé algunas fotografías de sus ramas vencidas por el peso de una cosecha prometedora. Cruce la carreterita y la verja del recinto sintiéndome asaltada por las alargadas sombras de los cipreses de siempre. Encendí una vela delante del oratorio, más que nada porque me fascinó aquella agitada guirnalda roja y centelleante en el escalón y no pude resistirme a aumentarlo con un punto más de luz mercada.
Luego, rodeando la Capilla por el costado derecho, busque la tumba de mi padre y recé una oración recién inventada allí mismo. Ha pasado tanto tiempo que no sé muy bien cómo retomar la conversación que él dejó interrumpida con su temprana y repentina muerte, sin darme turno de réplica.
Cuando ya no tenía nada más que hacer allí, emprendí el camino de regreso al Pueblo. Recorrí sin prisa sus calles, sus plazuelas, sus recovecos y sus estrecheces, en busca de lo que pensé que ya no es: el Colegio de las Monjas no tiene la entrada por donde siempre y el Cristo de la  Misericordia me pareció más joven que otras veces; la nobleza del edificio del Grupo Escolar donde mi padre fue Maestro está deshonrada por una alineación de municipales cubos de basura de plástico que hacen imposible tomar una fotografía que no huela a pescado podrido. La casa de La Tía Adelita está habitada de cuidadosos jardineros sin duda, pero deshabitada de la inquietante Anita, la hermana  loca que gritaba detrás de la celosía de las ventanas más altas asustándonos cuendo salíamos del colegio, y a la que jamás llegamos a ver. El Horno  de Isabelita, en lo alto de la calle Méndez Núñez, no huele a pan y a maquila. La estrecha casa de Paquita, nuestra inquietante vecina, en Méndez Núñez, 9, parece que es una taberna, pero la taberna/bodega del entonces orondo y jovencísimo Blas Cejudo, en Méndez Núñez, 5, ha dejado de oler a vino a granel, derramado desde barrigudos toneles sobre un  suelo de tierra apisonada, y permanece cerrada a cal y  canto por un portón metálico sin pintar.
        Y Méndez Núñez, 7, la que fue nuestra mágica casa, con su bodega subterránea y sus cámaras volanderas llenas de salazones y azafranes, con sus sonoras escaleras de madera y sus terrazas secando orejones al sol del poniente, con sus cuadras para caballerías del pasado aún ya pasado entonces, y con su pozo, tan generoso con los dompedros y las caléndulas de nuestra niñez, ha perdido toda su magia convertida en un edificio moderno sin nada que la haga distinta al resto de los edificios reedificados sobre sus escombros.
        Busco en la Carrera la tienda de Lucas Alados y la de Paco el de la esquina, lindante con la Sastrería. Me detengo delante de la ausencia del escaparate de La Droguería de Don Lorenzo del Río, cuyos polvos de colar y cuya sosa fuerte dieron para hacer de su hijo un Juez de vago recuerdo, y de su nieto un reconocido Magistrado en las cumbres de la Judicatura Andaluza, que tanto ha  tenido que bregar contra el tráfico de drogas. Busco la Pastelería del Bolo, pero no huele a pastelillos de hojaldre rellenos de cabello de ángel; la Imprenta Bago, en la  que por entonces sonaba sin descanso una melodía de máquinas de hacer tarjetas que suspiraba a cada movimiento como si fuera una anciana asmática, es una librería de incierto futuro; el Comercio de telas, el Bazar de los Gasquez, la casita de María  la de Lerma, la de los helados, en cuyos bajos cambiaban y descambiaban tebeos y cuentos de hadas…
        Busco, y, para mi sorpresa, cuando estaba al borde de una lágrima de añoranza, encuentro todo lo que buscaba mientras permanezco sentada en un bar de la Plaza, que ha conseguido recuperar un remedo de aquel pilar sustituido al inicio de “La Democracia” por una ramplona fuente de taza de yeso pintado de azulete, con chorritos de colores por la noche; aquel pilar en cuyos senos horadados en la piedra descansaban los cántaros gorgoteando hasta llenarse, antes de que el agua corriente llegara a las casas dispensada ya del tifus endémico con que Jódar vacunó a todos sus habitantes de aquellos tiempos.
        Ahí está su Ayuntamiento, con sus ocho ventanitas flanqueadas por una doble columna helicoidal terminadas en arcos de ladrillo, con sus medallones de cerámica azul marino sobre el blanco de la cal de su fachada, con su mirada sesgada hacia el dorado de la Iglesia Parroquial, y sus espaldas guardadas por el viejo Castillo, en cuya torre más alta, una antena moderna me habla del transcurso del tiempo y de su restauración y peregrinaje e Centro Cultural de la Comarca, donde se informa sobre la magia de Sierra Mágina, que sigue presidiendo todo el paisaje por encima de los tejados, se mire hacia donde se mire.
Justamente entonces me doy cuenta de que, realmente, nada ha cambiado, porque todo permanece intacto en mi memoria, mirado desde la luz de media la tarde idéntica a la de entonces.
Empieza a refrescar. Es tiempo de regreso.
Cierro los ojos y todo vuelve a ser  igual. Hasta el silencio únicamente quebrado en jaleo de niños jugando en mitad de la Plaza, porque, desde que desviaron el tráfico por la carretera de circunvalación, el gorjeo de los niños ha vuelto a los nidos del Pueblo.
Una madre grita segura de ser oída: ¡Jairaaaaaaaaa…! Y los apenas siete u ocho años de una niña con falda tableada y leotardos azules, rematados en unos zapatitos de antelina del mismo color, levanta el vuelo desde la esquina de la casa de Don Narciso Mesa hacia una mujer cuyo aspecto me hace pensar que hace 60 años posiblemente  hubiera llevado descalza a su hija.
¡Jaira! ¡Ah, qué hermoso e inopinado nombre en un lugar donde todo es distinto; donde ya no está  mi casa!
“Mi casa soy yo” –me digo inesperadamente, mientras abono mi consumición a un camarero que debe ser nieto de alguno de quienes fueron mis compañeros de juegos hace ya tantos años, en el patio de las Escuelas de La Barriada de Fátima.
Y emprendo mi camino hacia la Estación de Ferrocarril también deshabitada, en busca de otro tren imposible que me traslade a mí misma, en la CREENCIA de que sólo nosotros somos reales cada vez que volvemos a CREAR nuestro tiempo pasado con los mismos paisajes de fondo.
El fondo, ayer, fue Jódar.
Otra vez, Jódar.
Y las Cuevas de Josema, y La Barriada de Fátima, y el Taller donde alquilaban bicicletas los domingos, y la Herrería del Tany, y el Cine del Plantillano, y el Andaraje con su lavadero de piedra, y Juanelo, y Catalinorro, y Bulanito el Municipal, y El Marquesito, y Don José el de La Ventilla, y el General Fresneda…y el Jardín de Paco, donde comprábamos macetas de azucenas para el patio trasero hasta que tocó comprar dalias y crisantemos tal día como hoy.
Y la mágica casa de Méndez Núñez, 7, ilesa en mi memoria, en Jódar.


En CasaChina. En un 2 de Noviembre de 2013

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