65/2013
VIAJE EMOCIONAL: Jódar
YO SOY MI CASA
Porque CREER en lo de entonces es
CREAR un para siempre
Ayer, de regreso a Madrid desde Málaga, a la altura
de La Venta de la Nava, me desvié de la autopista y elegí la ruta de Los
Montes. Me acompañaba ese tibio sol otoñal de las 2 de la tarde, siempre
amenazando con echarse a dormirlear.
La ruta de Los Montes, esas inmensidades
en las que tantos segadores nuestros perdieron sus sueños y su saliva, merece una crónica
especial que no voy a hacer ahora, porque quiero llegar al Pueblo de los
recuerdos de mi segunda infancia, Jódar, donde ayer, después de muchos años
de ausencia, me detuve a reconfortar el vacío del estómago con sus insólitos condumios, y a recobrar fuerzas
emocionales.
Bajé al Cementerio, -un ir y venir de Día
de Difuntos y de gentes en cuyos ramos de flores leía yo las enjundias de los
apellidos-, en un puesto discretamente instalado a prudente distancia de
la entrada del CampoSanto: Memento, Homo... compré turrón de almendra, blanco y pegajoso que no me comí. Repasé con amor los añosos troncos de los olivos que rodean el Cementerio y tomé algunas fotografías de sus ramas vencidas por el peso de una cosecha prometedora. Cruce la carreterita y la verja del recinto sintiéndome asaltada por las alargadas sombras de los cipreses de siempre. Encendí una vela
delante del oratorio, más que nada porque me fascinó aquella agitada guirnalda roja y
centelleante en el escalón y no pude resistirme a aumentarlo con un
punto más de luz mercada.
Luego, rodeando la Capilla por el costado derecho, busque
la tumba de mi padre y recé una oración recién inventada allí mismo. Ha pasado
tanto tiempo que no sé muy bien cómo retomar la conversación que él dejó
interrumpida con su temprana y repentina muerte, sin darme turno de réplica.
Cuando ya no
tenía nada más que hacer allí, emprendí el camino de regreso al Pueblo. Recorrí
sin prisa sus calles, sus plazuelas, sus recovecos y sus estrecheces, en busca
de lo que pensé que ya no es: el Colegio de las Monjas no tiene la entrada por
donde siempre y el Cristo de la Misericordia me pareció más joven que otras veces; la nobleza del edificio del Grupo Escolar donde mi padre fue
Maestro está deshonrada por una alineación de municipales cubos de basura de plástico que
hacen imposible tomar una fotografía que no huela a pescado podrido. La casa de
La Tía Adelita está habitada de cuidadosos jardineros sin duda, pero deshabitada de la
inquietante Anita, la hermana loca que
gritaba detrás de la celosía de las ventanas más altas asustándonos cuendo salíamos del colegio, y a la que jamás
llegamos a ver. El Horno de Isabelita,
en lo alto de la calle Méndez Núñez, no huele a pan y a maquila. La estrecha
casa de Paquita, nuestra inquietante vecina, en Méndez Núñez, 9, parece que es una taberna, pero la taberna/bodega del entonces
orondo y jovencísimo Blas Cejudo, en Méndez Núñez, 5, ha dejado de oler a vino a granel, derramado desde barrigudos toneles sobre un suelo de tierra
apisonada, y permanece cerrada a cal y
canto por un portón metálico sin pintar.
Y Méndez Núñez, 7, la que fue nuestra
mágica casa, con su bodega subterránea y sus cámaras volanderas llenas de salazones y azafranes, con sus sonoras escaleras de
madera y sus terrazas secando orejones al sol del poniente, con sus cuadras para caballerías del pasado aún ya pasado entonces, y con su pozo, tan generoso con los dompedros y las caléndulas de nuestra niñez, ha perdido toda su magia
convertida en un edificio moderno sin nada que la haga distinta al resto de los
edificios reedificados sobre sus escombros.
Busco en la Carrera la tienda de Lucas
Alados y la de Paco el de la esquina, lindante con la Sastrería. Me detengo delante de la ausencia del escaparate de La Droguería de Don Lorenzo del
Río, cuyos polvos de colar y cuya sosa fuerte dieron para hacer de su hijo un Juez de vago recuerdo, y de su nieto un reconocido Magistrado
en las cumbres de la Judicatura Andaluza, que tanto ha tenido que bregar contra el tráfico de drogas. Busco la Pastelería del Bolo, pero no huele a pastelillos de hojaldre rellenos de cabello de ángel; la
Imprenta Bago, en la que por entonces
sonaba sin descanso una melodía de máquinas de hacer tarjetas que suspiraba a
cada movimiento como si fuera una anciana asmática, es una librería de incierto futuro; el Comercio de telas, el
Bazar de los Gasquez, la casita de María
la de Lerma, la de los helados, en cuyos bajos cambiaban y descambiaban
tebeos y cuentos de hadas…
Busco, y, para mi sorpresa, cuando estaba al borde de una lágrima de añoranza, encuentro
todo lo que buscaba mientras permanezco sentada en un bar de la Plaza, que ha
conseguido recuperar un remedo de aquel pilar sustituido al inicio de “La
Democracia” por una ramplona fuente de taza de yeso pintado de azulete, con chorritos de colores por la noche; aquel
pilar en cuyos senos horadados en la piedra descansaban los cántaros gorgoteando hasta llenarse, antes de que el agua
corriente llegara a las casas dispensada ya del tifus endémico con que Jódar
vacunó a todos sus habitantes de aquellos tiempos.
Ahí está su Ayuntamiento, con sus ocho
ventanitas flanqueadas por una doble columna helicoidal terminadas en arcos de ladrillo, con sus medallones de cerámica azul marino sobre el blanco de la cal de su fachada, con su mirada sesgada hacia el dorado de la
Iglesia Parroquial, y sus espaldas guardadas por el viejo Castillo, en cuya
torre más alta, una antena moderna me habla del transcurso del tiempo y de su
restauración y peregrinaje e Centro Cultural de la Comarca, donde se informa sobre la magia de Sierra Mágina, que
sigue presidiendo todo el paisaje por encima de los tejados, se mire hacia
donde se mire.
Justamente entonces
me doy cuenta de que, realmente, nada ha cambiado, porque todo permanece intacto
en mi memoria, mirado desde la luz de media la tarde idéntica a la de entonces.
Empieza a
refrescar. Es tiempo de regreso.
Cierro los
ojos y todo vuelve a ser igual. Hasta el
silencio únicamente quebrado en jaleo de niños jugando en mitad de la Plaza,
porque, desde que desviaron el tráfico por la carretera de circunvalación, el
gorjeo de los niños ha vuelto a los nidos del Pueblo.
Una madre
grita segura de ser oída: ¡Jairaaaaaaaaa…! Y los apenas siete u ocho años de una
niña con falda tableada y leotardos azules, rematados en unos zapatitos de antelina
del mismo color, levanta el vuelo desde la esquina de la casa de Don Narciso
Mesa hacia una mujer cuyo aspecto me hace pensar que hace 60 años posiblemente hubiera llevado descalza a su hija.
¡Jaira! ¡Ah, qué
hermoso e inopinado nombre en un lugar donde todo es distinto; donde ya no
está mi casa!
“Mi casa soy
yo” –me digo inesperadamente, mientras abono mi consumición a un camarero que
debe ser nieto de alguno de quienes fueron mis compañeros de juegos hace ya
tantos años, en el patio de las Escuelas de La Barriada de Fátima.
Y emprendo mi
camino hacia la Estación de Ferrocarril también deshabitada, en busca de otro
tren imposible que me traslade a mí misma, en la CREENCIA de que sólo nosotros somos
reales cada vez que volvemos a CREAR nuestro tiempo pasado con los mismos
paisajes de fondo.
El fondo,
ayer, fue Jódar.
Otra vez, Jódar.
Y las Cuevas de
Josema, y La Barriada de Fátima, y el Taller donde alquilaban bicicletas los domingos, y la Herrería del Tany, y el Cine del Plantillano, y el Andaraje con su lavadero de piedra, y Juanelo, y
Catalinorro, y Bulanito el Municipal, y El Marquesito, y Don José el de La
Ventilla, y el General Fresneda…y el Jardín de Paco, donde comprábamos macetas de azucenas para el patio trasero hasta que tocó comprar dalias y crisantemos tal día como hoy.
Y la mágica
casa de Méndez Núñez, 7, ilesa en mi memoria, en Jódar.
En CasaChina. En un 2 de Noviembre de 2013
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