67/2016
EL OTOÑO
Me sedujo con el augurio
de alguna bocanada de viento preñado de humedad
y la promesa de un “para
siempre” ahuyentando ausencias irremediables
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Lo echaba de menos, sí; este año lo
echaba ya de menos como se echan de menos tantas cosas a estas alturas de la vida.
Me dio su palabra de
volver sin prisas, y traerme perillos tardíos, nueces en sazón, higos invernizos, y membrillos lo suficientemente maduros como para que los mordiscos
instintivos no me aplegaran en la boca.
Me sedujo con el augurio de alguna
bocanada de viento preñado de humedad y la promesa de un “para siempre”
ahuyentando ausencias irremediables.
Julio, agosto, y lo que llevamos de
septiembre han sido días calurosos; de buscar en los amaneceres un imaginario frescor
inexistente, de hombros desnudos, de pies con sandalias, de gafas de sol
disimulando desvelos, de piscinas promiscuas –casi tanto como aquellas albercas
de mi infancia llenas de ranas, de légamos y de ovas- y de tardes de inútiles
abanicos incapaces de cambiarle las tornas al sudor anaranjado de las
larguísimas puestas de sol.
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El Paraiso de Mágina: un lugar imprescindible |
Algunas veces, ya bien entrada la
noche, y metidos en asfixiantes madrugadas de pueblo de paso, nos sentábamos a
la fresca, en la terraza del Paraíso, ese hotelito de Bedmar con amagos de
fervores mañaneros de Serrezuela y de amante atardecida del cerro Aznaitín, y
dejábamos que lo más irremediable del verano hiciera sus tareas nocturnas
dándonos apenas un respiro a los sofocos, mientras hablábamos de otros tiempos,
–allí, antes o después, siempre se acaba
hablando de otros tiempos-, y de la inminente boda de una princesa, Estefanía, cuyo cuento
está escrito con letras de saber ser y saber estar dentro de una familia de las
de antes, -los Canalejo-, en la que uno siente que la soledad es un recuerdo
arrumbado como trastos viejos en lo más oscuro de las cámaras. (Curiosa esa
sensación de estar sentada a una mesa de camilla sin brasero, junto a ese
cálido hermano de prestado, cuando Juan Canalejo deja colgando en el aire
alguna de sus sabias sentencias: “de aquí al mar tó’ es tierra firme” ‑soltó
hace pocos días, cuando una, a fuerza de trastabillar destierros, se preguntaba
por dentro si aún quedaba camino por recorrer en compañía. Y es que hay familias
de prestado que se acomodan en nuestra vida de balde, sin hipoteca que
amortizar y con las puertas abiertas como un abrazo de par en par en mitad de
la nada).
De regreso a la gran ciudad, donde
los árboles amagan ya septembrinas e imperceptibles canas amarillas, una se
pregunta cuándo decidirá el tiempo meterles mano por debajo de las faldas
dejándoles sus troncos y sus vergüenzas al aire, y dándonos a nosotros, los
urbanitas, un respiro.
“¡Ya llegará el otoño!” –le decía la
semana pasada un anciano a otro, mientras ambos se secan la frente con pañuelos
rancios y se empeñan en permanecer muy quietos, sentados en su umbroso banco
del Parque del Retiro, a la espera de no se sabe bien qué.
¡El otoño! Esa bellísima estación,
donde el aire de Madrid se torna suave como las menguadas caricias de un novio
adolescente, mientras se despereza en mañanas protectoras, y se arrebola en
atardeceres que amagan con ser fugaces como la propia vida.
¿Cómo se las arreglarán allá, en el
Caribe, sin los indescriptibles colores del otoño? ¿Cómo conseguirán enseñarles
a los chiquillos tropicales en la escuela el verdadero entendimiento de los ocres,
de los amarillos o de los cobrizos, sin tener un otoño de referencia?
Gracias al dios de las cosechas, aquí
en Madrid sí que retorna el otoño, año a año, como un emigrante arrepentido al
que bueno será esperarlo en el andén de la estación para que se resuelva a
bajar del tren de lo transitorio en lugar de seguir camino hacia un invierno
impredecible.
¡Un otoño más!
Según mis noticias, a eso de las
16,21 horas de hoy, llegará, con sus maletas llenas de rubores y de sonrojos; y
casi todas sus promesas incumplidas.
Regresa.
Y yo saldré a esperarlo.
No sé muy bien a dónde ir a
recibirlo. No tengo claro si lo esperaré en la bellísima terraza del Círculo de
Bellas Artes, desde el que los tejados de Madrid disimulan a duras penas sus
fantasmas.
Quizá sea buen sitió para un encuentro íntimo el Hotel de La Barranca, en la sierra.
Hubo un lugar en Madrid –la terraza
del edificio España, en la plaza de igual nombre- desde el que yo viví algunas
aún inmaduras llegadas de otoños viajeros, antes de que los fantasmas del
abandonado atrancaran sus puertas a la vida hasta sabe Dios cuándo.
No sé, no sé… Madrid es tan grande, y
la vida tan corta…
Menos mal que me quedan todavía algunas
horas para decidirme.
Pero saldré a esperarlo.
En “CasaChina”. En un 22 de septiembre de 2016.
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