Campaniles

jueves, 22 de septiembre de 2016

PERO SALDRÉ A ESPERARLO



67/2016
EL OTOÑO
Me sedujo con el augurio de alguna bocanada de viento preñado de humedad 
y la promesa de un “para siempre” ahuyentando ausencias irremediables


 Lo echaba de menos, sí; este año lo echaba ya de menos como se echan de menos tantas cosas a estas alturas de la vida. 
Me dio su palabra de volver sin prisas, y traerme perillos tardíos, nueces en sazón, higos invernizos, y membrillos lo suficientemente maduros como para que los mordiscos instintivos no me aplegaran en la boca.
        Me sedujo con el augurio de alguna bocanada de viento preñado de humedad y la promesa de un “para siempre” ahuyentando ausencias irremediables.
        Julio, agosto, y lo que llevamos de septiembre han sido días calurosos; de buscar en los amaneceres un imaginario frescor inexistente, de hombros desnudos, de pies con sandalias, de gafas de sol disimulando desvelos, de piscinas promiscuas –casi tanto como aquellas albercas de mi infancia llenas de ranas, de légamos y de ovas- y de tardes de inútiles abanicos incapaces de cambiarle las tornas al sudor anaranjado de las larguísimas puestas de sol.
El Paraiso de Mágina: un lugar imprescindible
       Algunas veces, ya bien entrada la noche, y metidos en asfixiantes madrugadas de pueblo de paso, nos sentábamos a la fresca, en la terraza del Paraíso, ese hotelito de Bedmar con amagos de fervores mañaneros de Serrezuela y de amante atardecida del cerro Aznaitín, y dejábamos que lo más irremediable del verano hiciera sus tareas nocturnas dándonos apenas un respiro a los sofocos, mientras hablábamos de otros tiempos, –allí, antes o después, siempre se  acaba hablando de otros tiempos-, y de la inminente boda de una princesa, Estefanía, cuyo cuento está escrito con letras de saber ser y saber estar dentro de una familia de las de antes, -los Canalejo-, en la que uno siente que la soledad es un recuerdo arrumbado como trastos viejos en lo más oscuro de las cámaras. (Curiosa esa sensación de estar sentada a una mesa de camilla sin brasero, junto a ese cálido hermano de prestado, cuando Juan Canalejo deja colgando en el aire alguna de sus sabias sentencias: “de aquí al mar tó’ es tierra firme” ‑soltó hace pocos días, cuando una, a fuerza de trastabillar destierros, se preguntaba por dentro si aún quedaba camino por recorrer en compañía. Y es que hay familias de prestado que se acomodan en nuestra vida de balde, sin hipoteca que amortizar y con las puertas abiertas como un abrazo de par en par en mitad de la nada).
       De regreso a la gran ciudad, donde los árboles amagan ya septembrinas e imperceptibles canas amarillas, una se pregunta cuándo decidirá el tiempo meterles mano por debajo de las faldas dejándoles sus troncos y sus vergüenzas al aire, y dándonos a nosotros, los urbanitas, un respiro.
      “¡Ya llegará el otoño!” –le decía la semana pasada un anciano a otro, mientras ambos se secan la frente con pañuelos rancios y se empeñan en permanecer muy quietos, sentados en su umbroso banco del Parque del Retiro, a la espera de no se sabe bien qué.
        ¡El otoño! Esa bellísima estación, donde el aire de Madrid se torna suave como las menguadas caricias de un novio adolescente, mientras se despereza en mañanas protectoras, y se arrebola en atardeceres que amagan con ser fugaces como la propia vida.
        ¿Cómo se las arreglarán allá, en el Caribe, sin los indescriptibles colores del otoño? ¿Cómo conseguirán enseñarles a los chiquillos tropicales en la escuela el verdadero entendimiento de los ocres, de los amarillos o de los cobrizos, sin tener un otoño de referencia?
       Gracias al dios de las cosechas, aquí en Madrid sí que retorna el otoño, año a año, como un emigrante arrepentido al que bueno será esperarlo en el andén de la estación para que se resuelva a bajar del tren de lo transitorio en lugar de seguir camino hacia un invierno impredecible.
¡Un otoño más!

        Según mis noticias, a eso de las 16,21 horas de hoy, llegará, con sus maletas llenas de rubores y de sonrojos; y casi todas sus promesas incumplidas. 

Regresa.

Y yo saldré a esperarlo. 

       




        No sé muy bien a dónde ir a recibirlo. No tengo claro si lo esperaré en la bellísima terraza del Círculo de Bellas Artes, desde el que los tejados de Madrid disimulan a duras penas sus fantasmas. 


        

       

      Quizá sea buen sitió para un encuentro íntimo el Hotel de La Barranca, en la sierra.





        Tampoco estaría mal acercarme hasta la Pradera de San Isidro, frente a la Ermita del Santo, en el puente sobre el resignado río Manzanares en el que el Viejo Profesor, siendo alcalde de La Villa, echó patos que acabaron en los estómagos de los más menesterosos antes de aprender a nadar en aguas turbias. Los aledaños de la Basílica de San Francisco el Grande, o los jardines de Las Vistillas tendrían la ventaja del galanteo del sol poniente con todo un mundo de inacabados horizontes a mis pies; algo así como ver la vida desde el parque de La Pililla en Bedmar, pero sin su ejército de disciplinados olivos formados en hileras, en posición de revista.


         Hubo un lugar en Madrid –la terraza del edificio España, en la plaza de igual nombre- desde el que yo viví algunas aún inmaduras llegadas de otoños viajeros, antes de que los fantasmas del abandonado atrancaran sus puertas a la vida hasta sabe Dios cuándo.


        Queda otro lugar en Madrid –el Templo de Debod- que, con sus esencias nubias y su belleza con vistas a poniente, podría ser un buen sitio de recepción del otoño si no fuera porque bajo su primor superficial manifiesto yacen los tañidos del terror subterráneo del Cuartel de la Montaña, de tan tristísimo recuerdo en un lejano mes de julio de 1936, donde los unos y los otros se bañaron en sangre. Y no tengo yo el cuerpo para recibir a tan dulce visitante sobre un espacio de tan desconsoladas evocaciones, pensando como pienso que mientras los de a pie, los que suelen dejarse el pellejo en las trincheras, sigamos buscando culpables entre los de uno u otro bando, seguiremos alimentando las fraguas en las que los verdaderos señores de la guerra trafican con sus armas.
 

No sé, no sé… Madrid es tan grande, y la vida tan corta…

         Menos mal que me quedan todavía algunas horas para decidirme.

         Pero saldré a esperarlo.

En “CasaChina”. En un 22 de septiembre de 2016.

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