62/2016
A veces nieva.
La quietud de la cumbre conserva
intacta la nieve del invierno a la espera de nuevas tempestades.
Hay ventisqueros inextinguibles allí
donde nunca se le franqueó la entrada al sol del medio día.
El gris y anaranjado de la roca se
enseñorea del paisaje y lo amenaza blandiendo sus afiladas aristas contra un
cielo siempre maleable.
En las laderas, el furor del agua despeñándose
por las escarpaduras se va remansando poco a poco hasta convertirse en una
tolerancia trasparente que acaricia los troncos de los árboles, donde se
olvidan poco a poco los nombres grabados a punta de navaja.
Los juncos son heraldos de la yerba.
La yerba es el lecho nupcial para las
flores, dispuestas a la par para el ramo de una novia virgen que para el subterráneo
sacrificio de los sepulcros.
El tiempo es el gran mausoleo donde
dejar flores abandonadas al caer de la
tarde, junto al nombre que ni el propio tiempo podrá borrar.
Desde la chimenea de una casa se
elevan señales de hogar sin conjetura.
De vez en cuando, la luna, con sus fases
recurrentes y contradictorias, oscurece o alumbra espejismos intermitentes.
Es la vida que llega y que pasa; que no conoce de cordilleras tan indomables que no acaben por entregarse al declive, abriéndose a la fatalidad de veredas por las que recorrer lo impredecible del descanso en lo más profundo del valle.
Y todo se hace lejos.
En “CasaChina”. En un 29 de agosto de 2016.
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