77/2014
TÚNEZ
(Serie Compañeros de Viaje)
La
Medina de cualquier ciudad árabe es como el trazado gramatical de una vida
humana, conjugada en un tiempo aparentemente imperfecto. Tiene sótanos de
indicativo, en los que la depresión paraliza cualquier destello de esperanza, y
tiene azoteas, en participio activo, con ropa recién lavada, secándose al sol;
hay calles en futuro imperfecto, de cortos y estrechos tramos rectos, fáciles
de caminar, y vericuetos de orante subjuntivo, en los que el miedo se agazapa
como un salteador de caminos. Hay presentimientos gerundivos de salidas
inmediatas, y hay encrucijadas en modo potencial de difícil elección. Hay una
puerta de entrada principal en presente, y múltiples salidas a elegir, con
expectativas bien diferentes en cada una de ellas que se convierten en acción
infinitiva.
La
Medina de Túnis tiene lo que todas las Medinas que he conocido y, además, dos
cosas que me impactaron muy especialmente: la primera fue una pequeña tumba,
justamente a la entrada, en la que está enterrado el primer héroe que murió
defendiendo la independencia de su ciudad, suponiendo que alguna ciudad pueda
ser independiente. El segundo lugar que me impresionó fue ese cruce de calles
llamado La Alberca, rematado en una cúpula inalcanzable, sostenida por ocho
esquinas, donde nos contaron que en el pasado reciente se traficaba con
esclavos.
¡Buena
paradoja! El héroe de la libertad enterrado a pocos metros de donde unos
hombres vendían y compraban la libertad de otros.
Estoy segura
de que Dédalo se inspiró en la Medina de Tunis para trazar su imposible laberinto
donde encerrar al Minotauro.
Aquella
tarde los actos literarios estaban programados en el Centro Cultural Tahar
Haddad, en lo más intrincado de La Medina. El grupo avanzaba a un ritmo inversamente
proporcional al que mantenían mis ojos y mis piernas, que se iban rezagando,
atrapados, los primeros, en los tornasoles que me embelesaban; y las piernas en
ese plomizo lastre que los años le añaden a los pies transeúntes.
Junto a mí, la harmoniosa y musical voz de
Ondina Zea ejercía de nombre propio, convirtiéndome suavemente en una Ulises,
navegante de mares de callejuelas sin palo mayor al que amarrarme para no acabar
cautiva de la voz de aquella Ondina única.
Era
de esperar. Entre mi dificultoso avanzar y su seductora voz, acabamos perdiendo
de vista al grupo que nos precedía.
Estábamos perdidas
en aquel laberinto de los sentidos cuando Ariadna puso entre nuestras manos el
extremo de un hilo de amistad redentora.
Perdidas como estábamos también en nuestro propio laberinto interior, justamente
fue esa tarde cuando ambas nos encontramos.
Al fondo del
paisaje, la luz de las farolas de la Medina ponía cálidos tonos anaranjados en
los adoquines, compitiendo con la luna llena.
Y un gato
merodeando bajo el clavo de la fachada del que pendía una bolsa de basura
inalcanzable.
En
“CasaChina” en un 12 de Diciembre de 2014
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