70/2016
Casi todas las cosas que cuento son
grandes mentiras; pero, sólo con un poco de imaginación, podrían haber sido
verdad. ¿Verdad?
COMER Y DESCOMER
(Apenas historias de lenguajes
convencionales)
Él, mi marido, era un buen comedor,
de esos que no se obsesiona por el perímetro de las exquisiteces de última
moda, ni se paran en barras para lanzarse a un circunstancial y dudoso
hermanamiento etílico sin haber trasegado previamente de la misma bota que la
pandilla de cantarines trasnochados. Él formaba parte de los que saben sentarse
con igual apostura bajo una higuera para deleitarse con unas chuletillas de
cordero empanadas, acarreadas en una cesta de merienda campestre, o con una
tajadilla de tocino entreverado, sajada directamente a filo de navaja sobre un
pedazo de pan, que desplazarse con gallardía epicúrea sobre la radiante tarima
de uno de esos antiguos restaurantes imperecederos, que no necesitan de la jacarandosa
exposición mediática para subsistir en la memoria de las generaciones, y
acomodar su refinado traje oscuro a la armonía del ambiente, sin la más mínima
concesión a la discordancia en el conjunto.
En efecto, para él, el acto de comer
era algo más que una obra de arte de distintos niveles, en la que era necesario
combinar a partes iguales los elementos vitales, cronológicos, sociológicos,
geográficos y crematísticos a la hora de elegir atuendo, atrezo, ingravidez en
el traslado y hasta tono de voz adecuado para dirigirse al sumiller.
Imagen tomada de Internet: http://www.aldrovandi.com/en/13/default.aspx |
De aquel viaje rescato dos de sus
frases campanudas como él mismo, soltadas en dos paisajes bien distintos: el
del comer y el de deshacerse de lo comido.
La primera, la dejó caer mientras nos
vestíamos en la suite del Hotel Aldrovandi Vila Borghese de Roma para ir a
cenar. Había reservado mesa en el emblemático restaurante Sans Souci (“sin
preocupaciones”) y se sometía al ritual del ataviarse con la misma devoción y
simetría con la que hubiera desfilado en una inicial jura de bandera.
“Lo inexcusable hay que vestirlo para
la ocasión”.
Ya que teníamos que comer si
queríamos seguir vivos, era él partidario de regalarnos de vez en cuando un
escenario al que había que acudir vestidos para interpretar el papel de ilustres
y distinguidos comensales, sin descuidar el más mínimo detalle, incluido lo
impecable en el lustrado de los zapatos, el nocturno carmín reforzado en los
labios, el discretísimo descuido del pañuelo en el bolsillo superior de la
americana y el aligeramiento en la elección de complementos y preseas.
Llegamos al local a la hora exacta, y
un portero de gestos precisos nos abrió la puerta, indicándonos la entrada con
una leve inclinación de cabeza. El maître nos condujo sin superfluas alharacas
hasta un semireservado pegado al lateral de la izquierdo, desde el que se podía
observar el centro del comedor sin estar expuestos a innecesarias miradas
indiscretas.
La luz suave realzando la calidez
de las maderas de sus paramentos y artesonado, y el tapizado capitoné del cuero
marrón de sus asientos, resaltaban la blancura de sus manteles de hilo, la distinción de
su vajilla y cristalería con leyendas exclusivas, y la calidad argentina de su
cubertería sellada con un casi invisible “SS.925”.
Glenn Miller sonaba como música de
fondo lo suficientemente incorpórea como para justificar por sí misma el nombre
del local, “sin preocupaciones” mientras los meseros se trasladaban por el
espacio con movimientos tan sosegados como precisos.
De repente, toda la
armonía del lugar pareció sucumbir bajo un cataclismo cuando una ruidosa
familia de cinco miembros, embutidos en camisetas estampadas con anuncios de un
club de futbol de primera categoría, bufandas infernales y zapatillas deportivas de rabiosos
destellos fosforito, fue ubicada en la mesa central del comedor.
Por la sonrisa mal disimulada de mi
marido supe que inmediatamente haría aquel gesto ritual con el que indicaba la proximidad
de personas agrestes y zafias, llevándose la mano derecha al cuello y
pellizcándose la piel entre el pulgar y el índice.
Los comensales del centro del comedor
voceaban sin recato, reían con carcajadas estridentes, dejando al alcance de la
vista el contenido a medio masticar de sus bocas desencajadas, y nos hacían
partícipes forzosos de las aventuras del día, dándose codazos unos a otros, sosteniéndose como fardos y apoyando su
brazo izquierdo encima de la mesa, cruzado por delante del cuerpo, paralelo al plato,
mientras con la derecha empuñaban y blandían los cubiertos escarbando en la
comida como si rebuscaran chicha caliente en mitad de un vergel recién
arrasado.
-¿Tú crees de verdad que el hábito no
hace al monje? –me susurró regocijado mi marido en un tono innecesariamente tenue,
puesto que el barullo de los céntricos y excéntricos comensales apagaba cualquier eco que no
fuera su propia barahúnda.
-No seas mordaz. Todos tienen derecho
a expresarse en la manera que tengan por conveniente, y no todos han tenido el
privilegio de ser educados en los mejores colegios –respondí en el mismo tono
apagado.
-Tienes razón, querida, ignoremos el elemento espacial para elegir atuendoo; si te parece,
mañana iremos al mercado que quieres conocer vestidos de gala y seremos la envidia de los charcuteros.
Entendí sin más palabras el mensaje
que me mandaba mi marido, pero él aún frivolizó:
-¿A que no sabes por qué les han dado una mesa tan visible a esas personas?
-Realmente, sólo con ver cómo vienen
vestidos, podía el maïter haber elegido una más discreta –respondí yo trasladando la responsabilidad de la
exhibición de semejante rudeza a la organización de tan selecto local.
-Perdona que te rectifique, querida;
pero debes saber que ese conjunto está dentro del programa del restaurante.
-Quiero decir que a veces la
exhibición plástica de lo que no debe ser tiene más poder pedagógico que todo
un curso de teórica.
Transcurrió aquella cena con la
música de Glen Miller arruinada por el desenfado de la jarana central, el
sinuoso estupor del resto de los comensales adyacentes y la discreta
imperturbabilidad del personal del restaurante más emblemático de Roma por
aquel entonces.
Finalmente, nuestros cubiertos de
postre quedaron colocados sobre los platos, paralelos entre sí y perpendiculares a nosotros,
indicando que todo estaba terminado; consumado.
De regreso a nuestro hotel, en una de
esas noches romanas embalsamadas de esencias de pinos y laureles, cavilaba yo sobre la
paradoja de lo desigual nivelado por lo ineludible de idénticas necesidades. En
lo de comer y descomer, todos somos iguales, cierto; pero no se trataba de lo
que teníamos que hacer sin remedio, sino en cómo hacerlo para que no se nos
notara que somos esclavos de lo intestinalmente transitorio.
-Adquirir finura en las maneras de relación con los
demás está hoy día al alcance de cualquiera que quiera aprender, en lugar de
descalificar a quienes se esfuerzan en el “cómo”, ya que no puede prescindirse
del “qué” –sonó en la noche romana la voz de mi marido como si adivinara mi paradójica
confusión.
-¿Y si prefieren no someterse a
reglas prefabricadas? –objeté.
-Entonces surgirá el conflicto. Las
formas son el código secreto de la ineludible jerarquización de funciones en
las relaciones humanas. No es una simple cuestión de estética, sino de
especialización de cada cual en llo suyo, dentro de esta gran cagada que es la vida. ¿No crees, querida? –dijo
con un tono que a mí me sonó a provocación escogidamente escatológica.
No pasarían muchos días para tener
constancia de que todo lo escatológico (y no precisamente en su sentido
teologal) puede convertirse en beatífica y placentera disculpa para pegar la
hebra con lo más específico y diferenciador que tenemos los seres humanos: la
palabra.
Imagen tomada del enlace de internet que se incluye |
Ese día, paseando por las ruinas de
Éfeso, llegamos a un paraje donde se ubican las letrinas de la antigua ciudad,
y con una distribución capaz de reducir al silencio a quienes estamos acostumbrados
a que el descomer es un acto solitario, -casi un vicio solitario- para cuya
necesidad ineludible siempre buscamos lugares recónditos. Sin embargo, los
romanos parece que supieron hacer de esas necesidades una coartada para
contarse sus cosas y arreglar el mundo a fuerza de parloteo. En efecto, aquel amplio recinto cuadrado mostraba
a todo lo largo de sus cuatro paredes unos poyetes corridos, fabricados con piedra, pegados
a los muros, con orificios ergonómicos
adaptados para poder sentarse y ejercer la tarea de la evacuación intestinal a
la vista de todos los compañeros de idénticas fatigas. Por abajo, estos
especiales asientos estaban comunicados por un sistema de ingeniosos canales por
los que discurría agua corriente que arrastraba las defecaciones y sus
efluvios. Se completaba el conjunto con un canal externo donde, a falta de
papel higiénico, había esponjas naturales con las que aliviarse los restos.
http://elpasodeltiempoenlahistoria.blogspot.com.es/2014/01/las-letrinas-publicas-romana.html
Imagen tomada del enlace de internet que se incluye |
Según nos contaron -mientras yo me
imaginaba el panorama en forma tan sensitiva y visual que empecé a hacerme
firmes propósitos de ayuno para evitar trances como los descritos-, nuestros
antepasados efesios gustaban de contarse sus cosas aprovechando que tenían que
visitar el lugar alguna vez que otra al día, y permanecer amarrados al duro
banco hasta que el cuerpo se aviniese a deshacerse de los restos de la
"comienda".
Nuestro viaje a Éfeso |
En aquel momento se me vino a la
memoria el consabido ingenio del jesuita que, ante el reproche de un dominico,
por encontrarlo rezando y con el cigarro encendido colgándole de la comisura de los labios, acordaron
dirigirse al Papa en demanda de aclaración de sus distintas ópticas:
“Santo Padre: ¿se puede fumar
mientras se reza?” –telegrafió el dominico.
“Santidad: ¿se puede rezar mientras se
fuma?” –fue la demanda del Jesuita.
Cuenta la leyenda urbana que las respuestas del Pontífice fueron también dos,
absolutamente distintas a pesar de que la pregunta era a todas luces idéntica.
Pensaba yo en ese momento en qué
respuesta darme si se me ocurriera hacerme una doble pregunta similar:
1: ¿Se puede evacuar mientras se
habla?
2: ¿Se puede hablar mientras se evacua?
No sé si hice la pregunta en voz
alta, o es que mi marido estaba hecho ya a adivinarme el pensamiento cada vez
que ponía cara de asco y gesto de repugnancia. Lo cierto es que le escuché
decirme:
“Lo que no se puede es dejar de descomer. Así que, obligados como estamos
todos a sentarnos en ese trono diario, o sublimas lo inexcusable mediante un rito excelso
o pierdes el imperio sobre lo imprescindible”.
¡Ay, señor, que cosas tenías!
En CasaChina. En un 30 de septiembre de
2016
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