Campaniles

viernes, 30 de septiembre de 2016

COMER y DESCOMER



70/2016

Casi todas las cosas que cuento son grandes mentiras; pero, sólo con un poco de imaginación, podrían haber sido verdad. ¿Verdad?


COMER Y DESCOMER
(Apenas historias de lenguajes convencionales)
 
Nuestro viaje de 2007 a Roma
Él, mi marido, era un buen comedor, de esos que no se obsesiona por el perímetro de las exquisiteces de última moda, ni se paran en barras para lanzarse a un circunstancial y dudoso hermanamiento etílico sin haber trasegado previamente de la misma bota que la pandilla de cantarines trasnochados. Él formaba parte de los que saben sentarse con igual apostura bajo una higuera para deleitarse con unas chuletillas de cordero empanadas, acarreadas en una cesta de merienda campestre, o con una tajadilla de tocino entreverado, sajada directamente a filo de navaja sobre un pedazo de pan, que desplazarse con gallardía epicúrea sobre la radiante tarima de uno de esos antiguos restaurantes imperecederos, que no necesitan de la jacarandosa exposición mediática para subsistir en la memoria de las generaciones, y acomodar su refinado traje oscuro a la armonía del ambiente, sin la más mínima concesión a la discordancia en el conjunto.
En efecto, para él, el acto de comer era algo más que una obra de arte de distintos niveles, en la que era necesario combinar a partes iguales los elementos vitales, cronológicos, sociológicos, geográficos y crematísticos a la hora de elegir atuendo, atrezo, ingravidez en el traslado y hasta tono de voz adecuado para dirigirse al sumiller.
Imagen tomada de Internet: http://www.aldrovandi.com/en/13/default.aspx
De aquel viaje rescato dos de sus frases campanudas como él mismo, soltadas en dos paisajes bien distintos: el del comer y el de deshacerse de lo comido.
La primera, la dejó caer mientras nos vestíamos en la suite del Hotel Aldrovandi Vila Borghese de Roma para ir a cenar. Había reservado mesa en el emblemático restaurante Sans Souci (“sin preocupaciones”) y se sometía al ritual del ataviarse con la misma devoción y simetría con la que hubiera desfilado en una inicial jura de bandera.

“Lo inexcusable hay que vestirlo para la ocasión”.

Ya que teníamos que comer si queríamos seguir vivos, era él partidario de regalarnos de vez en cuando un escenario al que había que acudir vestidos para interpretar el papel de ilustres y distinguidos comensales, sin descuidar el más mínimo detalle, incluido lo impecable en el lustrado de los zapatos, el nocturno carmín reforzado en los labios, el discretísimo descuido del pañuelo en el bolsillo superior de la americana y el aligeramiento en la elección de complementos y preseas.
Llegamos al local a la hora exacta, y un portero de gestos precisos nos abrió la puerta, indicándonos la entrada con una leve inclinación de cabeza. El maître nos condujo sin superfluas alharacas hasta un semireservado pegado al lateral de la izquierdo, desde el que se podía observar el centro del comedor sin estar expuestos a innecesarias miradas indiscretas.
La luz suave realzando la calidez de las maderas de sus paramentos y artesonado, y el tapizado capitoné del cuero marrón de sus asientos, resaltaban la blancura de sus manteles de hilo, la  distinción de su vajilla y cristalería con leyendas exclusivas, y la calidad argentina de su cubertería sellada con un casi invisible “SS.925”.
Glenn Miller sonaba como música de fondo lo suficientemente incorpórea como para justificar por sí misma el nombre del local, “sin preocupaciones” mientras los meseros se trasladaban por el espacio con movimientos tan sosegados como precisos.
 
De repente, toda la armonía del lugar pareció sucumbir bajo un cataclismo cuando una ruidosa familia de cinco miembros, embutidos en camisetas estampadas con anuncios de un club de futbol de primera categoría, bufandas infernales y zapatillas deportivas de rabiosos destellos fosforito, fue ubicada en la mesa central del comedor.
Por la sonrisa mal disimulada de mi marido supe que inmediatamente haría aquel gesto ritual con el que indicaba la proximidad de personas agrestes y zafias, llevándose la mano derecha al cuello y pellizcándose la piel entre el pulgar y el índice.
Los comensales del centro del comedor voceaban sin recato, reían con carcajadas estridentes, dejando al alcance de la vista el contenido a medio masticar de sus bocas desencajadas, y nos hacían partícipes forzosos de las aventuras del día, dándose codazos unos a otros, sosteniéndose como fardos y apoyando su brazo izquierdo encima de la mesa, cruzado por delante del cuerpo, paralelo al plato, mientras con la derecha empuñaban y blandían los cubiertos escarbando en la comida como si rebuscaran chicha caliente en mitad de un vergel recién arrasado.
-¿Tú crees de verdad que el hábito no hace al monje? –me susurró regocijado mi marido en un tono innecesariamente tenue, puesto que el barullo de los céntricos y excéntricos comensales apagaba cualquier eco que no fuera su propia barahúnda.
-No seas mordaz. Todos tienen derecho a expresarse en la manera que tengan por conveniente, y no todos han tenido el privilegio de ser educados en los mejores colegios –respondí en el mismo tono apagado.
-Tienes razón, querida, ignoremos el elemento espacial para elegir atuendoo; si te parece, mañana iremos al mercado que quieres conocer vestidos de gala y seremos la envidia de los charcuteros.
Entendí sin más palabras el mensaje que me mandaba mi marido, pero él aún frivolizó:
-¿A que no sabes por qué les han dado una mesa tan visible a esas personas?
-Realmente, sólo con ver cómo vienen vestidos, podía el maïter haber elegido una más discreta –respondí yo  trasladando la responsabilidad de la exhibición de semejante rudeza a la organización de tan selecto local.
-Perdona que te rectifique, querida; pero debes saber que ese conjunto está dentro del programa del restaurante.
-¿Quieres decir…?

-Quiero decir que a veces la exhibición plástica de lo que no debe ser tiene más poder pedagógico que todo un curso de teórica.

Transcurrió aquella cena con la música de Glen Miller arruinada por el desenfado de la jarana central, el sinuoso estupor del resto de los comensales adyacentes y la discreta imperturbabilidad del personal del restaurante más emblemático de Roma por aquel entonces.

Finalmente, nuestros cubiertos de postre quedaron colocados sobre los platos, paralelos entre sí  y perpendiculares a nosotros, indicando que todo estaba terminado; consumado.

De regreso a nuestro hotel, en una de esas noches romanas embalsamadas de esencias de pinos y laureles, cavilaba yo sobre la paradoja de lo desigual nivelado por lo ineludible de idénticas necesidades. En lo de comer y descomer, todos somos iguales, cierto; pero no se trataba de lo que teníamos que hacer sin remedio, sino en cómo hacerlo para que no se nos notara que somos esclavos de lo intestinalmente transitorio.

-Adquirir finura en las maneras de relación con los demás está hoy día al alcance de cualquiera que quiera aprender, en lugar de descalificar a quienes se esfuerzan en el “cómo”, ya que no puede prescindirse del “qué” –sonó en la noche romana la voz de mi marido como si adivinara mi paradójica confusión.
-¿Y si prefieren no someterse a reglas prefabricadas? –objeté.
-Entonces surgirá el conflicto. Las formas son el código secreto de la ineludible jerarquización de funciones en las relaciones humanas. No es una simple cuestión de estética, sino de especialización de cada cual en llo suyo, dentro de esta gran cagada que es la vida. ¿No crees, querida? –dijo con un tono que a mí me sonó a provocación escogidamente escatológica.

No pasarían muchos días para tener constancia de que todo lo escatológico (y no precisamente en su sentido teologal) puede convertirse en beatífica y placentera disculpa para pegar la hebra con lo más específico y diferenciador que tenemos los seres humanos: la palabra.

Imagen tomada del enlace de internet que se incluye
       Ese día, paseando por las ruinas de Éfeso, llegamos a un paraje donde se ubican las letrinas de la antigua ciudad, y con una distribución capaz de reducir al silencio a quienes estamos acostumbrados a que el descomer es un acto solitario, -casi un vicio solitario- para cuya necesidad ineludible siempre buscamos lugares recónditos. Sin embargo, los romanos parece que supieron hacer de esas necesidades una coartada para contarse sus cosas y arreglar el mundo a fuerza de parloteo. En efecto, aquel amplio recinto cuadrado mostraba a todo lo largo de sus cuatro paredes unos poyetes corridos, fabricados con piedra, pegados a  los muros, con orificios ergonómicos adaptados para poder sentarse y ejercer la tarea de la evacuación intestinal a la vista de todos los compañeros de idénticas fatigas. Por abajo, estos especiales asientos estaban comunicados por un sistema de ingeniosos canales por los que discurría agua corriente que arrastraba las defecaciones y sus efluvios. Se completaba el conjunto con un canal externo donde, a falta de papel higiénico, había esponjas naturales con las que aliviarse los restos. 
http://elpasodeltiempoenlahistoria.blogspot.com.es/2014/01/las-letrinas-publicas-romana.html

Imagen tomada del enlace de internet que se incluye


Según nos contaron -mientras yo me imaginaba el panorama en forma tan sensitiva y visual que empecé a hacerme firmes propósitos de ayuno para evitar trances como los descritos-, nuestros antepasados efesios gustaban de contarse sus cosas aprovechando que tenían que visitar el lugar alguna vez que otra al día, y permanecer amarrados al duro banco hasta que el cuerpo se aviniese a deshacerse de los restos de la "comienda".
Nuestro viaje a Éfeso
En aquel momento se me vino a la memoria el consabido ingenio del jesuita que, ante el reproche de un dominico, por encontrarlo rezando y con el cigarro encendido colgándole de la comisura de  los labios, acordaron dirigirse al Papa en demanda de aclaración de sus distintas ópticas:

“Santo Padre: ¿se puede fumar mientras se reza?” –telegrafió el dominico.
“Santidad: ¿se puede rezar mientras se fuma?” –fue la demanda del Jesuita.

Cuenta la leyenda urbana que las respuestas del Pontífice fueron también dos, absolutamente distintas a pesar de que la pregunta era a todas luces idéntica.

Pensaba yo en ese momento en qué respuesta darme si se me ocurriera hacerme una doble pregunta similar:

1: ¿Se puede evacuar mientras se habla?
2: ¿Se puede hablar mientras se evacua?

No sé si hice la pregunta en voz alta, o es que mi marido estaba hecho ya a adivinarme el pensamiento cada vez que ponía cara de asco y gesto de repugnancia. Lo cierto es que le escuché decirme:

“Lo que no se puede es dejar  de descomer. Así que, obligados como estamos todos a sentarnos en ese trono diario, o sublimas lo inexcusable mediante un rito excelso o pierdes el imperio sobre lo imprescindible”.

¡Ay, señor, que cosas tenías!

En CasaChina. En un 30 de septiembre de 2016

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