Campaniles

sábado, 24 de septiembre de 2016

EL ROBADOR DE PALABRAS



32/2003


   -¡Hasta luego, Camilia! No; ahora no que se me hace tarde; ya hablaremos después. Mira: no me vengas con tus achaques sin fundamento que ahora no tengo tiempo de ocuparme de esas nimiedades con todo el trabajo que me espera en el Despacho.  ¿Qué no paro?; no querrás que desperdicie el día mirando a las musarañas como si no tuviera otra cosa que hacer. ¡El tiempo es oro, Camilia, y no podemos desaprovecharlo!
       Así había sido siempre Gabriel desde que se casaron, piensa Camilia con un amago de punzante resentimiento. Tan brillante, tan activo, tan vital... Y, de repente, aquel cambio insidioso: “Me siento mal, Camilia. No tengo ganas de nada, Camilia. Es como si se me hubiera perdido algo esencial de la vida; como si se me estuviera vaciando la cabeza por un pistero de boca invisible; como si se estuviera apagando el mundo dentro de mí”.
Camilia recuerda que todo empezó de aquella forma tan confusa: un desaliento esencial que fue apoderándose de Gabriel inadvertidamente. Una ambigüedad en su decir. Una queja constante: “me siento mal, Camilia”. “¿Qué me pasa, Camilia?” “Es como si la vida me estuviera abandonando, Camilia”.
¡Camilia!; ¡Camilia!; ¡Camilia! Ella se irritaba. ¿Por qué su nombre era, de repente, el asidero desesperado en semejante confusión caótica? ¿Por qué le parecía que Gabriel se desmoronaba como un fetiche de arena arrastrándola a ella en su ruina? ¿Por qué la voz doliente del hombre resonaba con ecos de desastre como si formara parte de un triste reguero de sonidos terminales?
Hacía meses que Gabriel había dejado de acudir a su trabajo. No conseguía concentrarse. Estaba como ajeno. “Sería mejor que se tomara un tiempo para reponerse y hacerse un buen chequeo” ‑dijeron los Socios-. Y Gabriel aceptó su exclusión con una desolada mansedumbre impropia de él. Luego vino aquella dejadez desorientada, aquel llanto absurdo, aquella agresividad obscena; aquella imposibilidad de tragar bocado. El  Hospital fue, durante unas semanas, el único referente para Camilia, siempre pendiente de aquel hombre que parecía extrañamente asustado y huidizo. Después de someterlo a los habituales análisis y pruebas rutinarias los médicos le dieron el alta “porque era un malestar pasajero al que no le favorecía el enclaustramiento doméstico”. Pero, cuando volvió a su Despacho, ya era incapaz de rendir. “Lo mejor sería una jubilación anticipada”, -habían dicho los Socios-. “No; ¡Ni hablar! Ella, de momento, que no pensara en trabajar. Intentarían compensarle los ingresos de alguna manera...” “¿Gastos extra? No, Con eso no contaban en la Empresa cuando le dijeron que le compensarían; pero… ¿cómo iban a suponer que Gabriel, tan vigoroso, necesitara...? Aunque..., si ella quería... estando como estaba tan preparada..., podría echar unas horitas extras en el Despacho sustituyendo a alguna de las secretarias que tomaban sus vacaciones... Claro que, con su falta de práctica durante tantos años, no podrían pagarle demasiado...”
-Camilia: ¿dónde te pasas las mañanas? ¿Por qué tienes que dejarme sólo todos los días? ¡No te das cuenta de lo malo que estoy! Y tú por ahí; como si yo fueran una basura que hay que arrinconar. Tengo la sensación de que nadie se da cuenta de que me estoy muriendo. Me siento morir, Camilia.
“¡Pero, si está como una rosa!” –Seguían  diciendo los médicos-. “Los análisis son perfectos... Astenia primaveral. Unas vitaminas, ejercicio físico moderado y adecuado a sus cincuenta y tantos años y, en un par de semanas, ¡como nuevo! Cualquier cosa menos apoltronarse como si fuera un viejo”.
-Camilia: ¿no te das cuenta de que no tengo alientos ni para moverme de la silla? ¿Cómo piensas tú que puedo ir a dar un paseo ni siquiera por el pasillo? ¡Salir de casa, ni hablar, Camilia! ¡Hay que vigilar quién entra y sale de esta casa, Camilia, porque ellos están al acecho; se están aprovechando de lo malo que estoy para robarme hasta la vida! Y, si entran, a mí no me quedan fuerzas para enfrentarme con nadie mientras que tú andas por ahí, andurreando, Camilia. ¡Estoy tan malo, Camilia!
-Pero Doctor, si mi marido no tiene nada, ¿por qué parece que se estuviera olvidando de vivir? ¿Y esa apatía de la que no sale últimamente si no es para revolverse contra mí con una ira desconocida en él...?
-El mal está en su cabeza; no en su cuerpo. Quizá, con el verano, se anime. Si este hombre no se anima, tendremos que ponernos serios con él. –El  Médico le palmea desabridamente la espalda vencida y le busca la cara sin conseguir encontrarle la mirada recelosa cuando se aleja.
La casa está oscura. Gabriel detesta ahora la luz. Tras los cristales de la ventana, la primavera se abulta hasta reventar en los primeros brotes del sauce. Camilia toma aire pausadamente. No quiere perder los nervios y decirle a Gabriel que es tiempo de vivir. A fuera debe oler a jardín. Pero Gabriel, de un tiempo a esta parte, siente un miedo irracional a que se abran las ventanas.
-Nos están robando, Camilia. Tú no  te das cuenta; nunca te has dado cuenta de nada pero, desde hace tiempo, nos están robando-. Gabriel remueve un montón de papeles que saca del cajón de su mesa de trabajo y los vuelve a guardar apresuradamente. –Se están llevando lo que más necesitamos-, jadea entrecortadamente.
La irritación de Camilia se convierte en inquietud.
-No guardarás el dinero entre los papeles, ¿verdad? –se alarma Camilia.
-No es el dinero, Camilia. Es…, tú no pones atención en nada…, pero aquí desaparece lo que no debe desaparecer sin que tú te preocupes lo más mínimo. ¡Claro! A ti nunca te falta lo preciso...
Camilia piensa en alguna manera de alargar los ahorros haciendo que llegue a fin de mes su sueldo miserable.
-Camilia: yo no puedo seguir con tanta escasez de...
Camilia no lo deja terminar; se solivianta y le corta la palabra secamente:
-Pero, ¿qué es lo que te falta a ti si puede saberse?  –La irritación contenida a duras penas suena arisca en la voz de Camilia.
-¡El nombre! Eso es. Me falta hasta el nombre de las cosas. Y, Camilia, hazme caso por una vez –se desespera Gabriel bajando la voz hasta convertirla en un susurro, mientras lanza miradas de desconfianza hacia un lado y otro de la habitación-, ¿Sabes qué es lo que nos salva?   Lo único que nos salva de ser muertos vivientes –sigue el hombre- es poder llamar a las cosas por su nombre. ¡El nombre de las cosas; eso es lo que me están robando!
¡Otra vez la misma historia!
Camilia sale del saloncito dando un portazo; pero regresa en cuanto se limpia con rabia las lágrimas que le queman detrás de los párpados. “Depresión reactiva” –habían anotado en la historia clínica del Hospital la última vez-. Pero aquello duraba ya demasiado. Y el médico privado había confirmado el diagnóstico después de varias sesiones con Gabriel.
-¿Depresión reactiva, Doctor?
-Sí. Parece que no pueda superar el accidente de Belisa. Está obsesionado. Ver morir a una hija va contra la naturaleza de las cosas.
-Pero, del accidente de Belisa hace ya más de siete años, Doctor…
-No importa. Los traumas se interiorizan, se ocultan, se enmascaran; y, un día, cuando menos se espera, salen...si es que salen. Es como quien vomita; y siempre es mejor vomitar la basura que tragársela.
- ¿Y qué se puede hacer? –Camilia formula la pregunta al mismo tiempo que el médico se concentra en pasar su mano derecha sobre el escritorio como si estuviera limpiando una suciedad imaginaria mientras que, con la izquierda, abre y cierra el cajón central con un ruidillo enervante que hace que Gabriel se remueva inquieto sobre su incómodo asiento.
-Empezaremos una psicoterapia de apoyo. Con tres sesiones semanales será suficiente..., pienso... –A Camilia le parece que el Médico duda. Pero algo tendrá que hacer. Cualquier cosa menos enterrarse en vida, menos estabularse en la butaca del salón esperando la llegada de la muerte.
-¿Y...?
-Nuca se sabe. La mente humana es compleja; demasiado complicada. Pero, si él se muestra colaborador... ¡Verá! Lo que le voy a decir podrá parecerles estúpido, pero funciona. Confíen en mí. Que escriba cada día lo que piensa, todo lo que se le venga a la mente; todo lo que recuerde...Si es capaz de afrontarlo y de sacarlo fuera, pronto tendremos a este hombre como nuevo; –sonríe forzadamente, mira su reloj y se levanta dando por terminada la consulta.
Vacila un segundo Camilia; pero el Médico le aprieta el brazo con una familiaridad que la irrita tanto como la  jovialidad con que los trata ignorando su dolor; como si lo que les está pasando a Gabriel y a ella fuera una rutina. Se deshace de la presión delicadamente, mira a Gabriel que se mantiene con la mirada perdida más allá del ventanal de la lujosa consulta privada a la que ha decidido llevarlo y se dispone a salir. Gabriel no se mueve y Camilia le habla suavemente sin poder evitar que en su voz se adivine un cierto resentimiento.
-¡Gabriel!
-¿Sí?
-¡Vamos! –Ahora su voz denota la tensión contenida.
-¿A dónde quieres que vayamos? –La voz de Gabriel es desalentada, perezosa y triste. Demasiado lenta.
-Venga, Gabriel –tercia el Médico rutinariamente como si le estuviera hablando a un niño o a un necio- marchaos los dos a tomaros unas copas por ahí, y luego, a un buen espectáculo. ¡Aprovéchate! –le tutea– porque, si no te animas por ti mismo, tendremos que “recetarte” esas “pastillitas” incompatibles con un copazo de los buenos-. Y ríe tontamente consiguiendo aumentar la esencial tristeza de Camilia con aquel tuteo repentino e inoportuno que, según ha podido comprobar últimamente, utiliza todo el personal sanitario, desposeyendo con él a enfermos y familiares de su maltrecha dignidad justamente en los peores momentos de su vida.
Gabriel se detiene, mira al Médico con retadora fijeza durante una décima de segundo, y luego vuelve a dejar que su mirada azul adquiera aquella languidez errática que lo está invadiendo en los últimos tiempos, y con la que parece estar despidiéndose del mundo, mientras se deja llevar por el suave tirón de Camilia. Cuando salen a la calle él, repentinamente, se aproxima a su mujer  y le susurra al oído algo:
-¿Qué dices, Gabriel? Sabes que cuando me hablas tan bajo no consigo entenderte.
-Que debiéramos tener más cuidado con las personas que tratamos. ¿Has visto cómo ese hombre se las guardaba en el cajón de su mesa? Creía que no lo estaba mirando; pero lo he visto. Es uno de ellos; es un ladrón...
-¡Oh, Gabriel, no empieces otra vez!- Camilia ha subido el tono de la voz involuntariamente, pero se contiene ante el gesto compungido de su marido.
‑No me tomes por loco, Camilia. Te digo que, según ibas hablando, él ha ido guardando y escondiendo cada una de tus palabras en su cajón...; ¡ya verás, ya, cuando empieces a echarlas en falta...!
Gabriel guarda un repentino silencio. Cuando llegan al aparcamiento, se dirige sumiso al asiento del copiloto sin hacer ademán de intentar conducir, como hacía al principio, y ella se siente aliviada y desalentada a un mismo tiempo ante la creciente apatía, ante la mansedumbre del hombre. Fuera la tarde es tibia y luminosa. Conduce lentamente, dejando que la suave luz del atardecer le consuele los ojos  alargando el momento de llegar a su triste y oscura casa. Ahora teme lo que tanto deseó durante años: estar a solas con Gabriel en su casa al caer de la tarde.
-¡Para un momento! –le escucha decir cuando llegan a la altura del parque interrumpiendo sus melancólicos pensamientos. Sorprendentemente, la voz de Gabriel es ahora inexplicablemente enérgica y chispeante como en sus mejores tiempos.
Camilia se detiene junto al bordillo. Al otro lado una suave pendiente de césped recién regado embalsama el tibio aire del crepúsculo primaveral. 
Gabriel abre su portezuela y salta fuera, va hacia la de ella y, más con una mirada sugerente que con el gesto de su mano extendida, la invita a salir. Gabriel cierra el coche con una precisión inhabitual y tira de su mujer ladera arriba. Llegan hasta un bosquecillo de avellanos, lo rodean y la arrastra suavemente hasta el borde de un riachuelo semioculto por los sauces donde solían ir cuando eran novios. Entonces Gabriel, mientras le sonríe con gesto de complicidad, la obliga a sentarse sobre la yerba con una leve presión de sus brazos, la envuelve en una caricia que se va haciendo premiosa y experta hasta que ella cede a la  urgencia amorosa casi olvidada en los últimos y largos meses. Se aman allí mismo, primero con premura recelosa, después con la suavidad del placer recuperado y con el ardor de lo escaso. Luego descansan sobre la yerba húmeda mirando los giros gentiles del lejano vuelo en el que se demoran las últimas golondrinas de la tarde.
El aire es extrañamente tibio y se hace cómplice del suave silencio en que se abstraen dulcemente. Camilia se niega a pensar en nada que no sea gozar de la ternura recuperada. Hasta que Gabriel se solivianta a su lado, se incorpora un poco y le pregunta inquieto, sin acabar la frase:
-¿Has tomado..., la has...la has tomado...?
       Camilia lee  en la mirada del hombre el regreso al confuso laberinto en el que vuelve a perderse y siente que una congoja insoportable le atenaza y le aprieta el estómago. Es como si un interruptor invisible le hubiera apagado a la tarde la luz con que brillaba hace solo un momento. No obstante se esfuerza en desechar el vértigo que la aturde.
-¿La píldora...?, -contesta con agresivo desaliento.
-Eso es; la píldora. Ya veo que tú tienes recambio.
-¿Recambio?; no se de qué me estás hablando.
-De palabras. ¡Sí, de palabras! Esa palabra, ¡la píldora!, es la última palabra que me han robado a mí. Pero, por lo que veo, tú te has guardado una para cuando la necesitemos. Así me gusta, que seas ahorrativa y prevenida. –La voz del hombre suena ahora como un murmullo de complicidad repugnante.
-¡Venga, Gabriel! –se desespera Camilia- no empieces otra vez con esa retahíla pesada de que te están robando palabras. ¡Una vez tiene gracia; pero no un ciento! Y sí; claro que he tomado la píldora. ¡Aunque para la falta que me hace desde hace meses...!
Siente que su voz suena irritada y empieza a arrojar chinas al riachuelo cercano para disimular la turbación y el desconcierto. A su lado, Gabriel estalla en uno de sus ahora habituales arrebatos de ira:
-¿Qué no te hace falta? ¿Dices que no te hace falta…? ¡Pero, criatura!  ¿Se te ha ocurrido pensar en lo que vamos a hacer si te quedas preñada antes de que yo acabe mi carrera y pueda ganarme la vida? ¿Qué van a decir tus padres, eh?. ¡Y, por Dios,  deja ya de tirar al agua lo que tanta falta va a hacernos para poder casarnos!
Camilia se queda con el brazo suspendido en el aire sin acabar de arrojar el guijarro y, sin mirar a su marido, responde con un hilo de voz dolorida:
-Mis padres ya no pueden decir nada, Gabriel –dice con resentimiento-. Los muertos no vuelven de sus tumbas por mucho que lo deseemos. Y no todo han sido piedras en nuestro matrimonio –termina arrojando iracunda la piedra hacia lo más lejano del agua.
Gabriel se queda absorto persiguiendo con la mirada los círculos concéntricos que parten del punto en que ha caído la piedra, y que van agrandándose al tiempo que diluyéndose según se alejan de su centro. –Así se me está descomponiendo algo aquí dentro- dice en voz alta señalándose la frente-. De repente, rompe en sollozos entrecortados y se abraza a su mujer:
-Perdóname, Camilia. No sé lo que me está pasando. Se me había olvidado que hace más de treinta años que terminé la carrera y que..., ¡oh, Camilia!, es como si dentro de mí hubiera un ejército de ladrones que me roban la memoria, y las palabras  y tu amor; y la vida misma... ¡No me abandones tú también, por Dios; no me dejes disolverme como esas ondas de agua...!. -Su mano extendida hacia el agua se agita trémula.
-No, cariño, no. Mi amor por ti está tan despierto como el primer día- gime Camilia  mientras cobija en sus brazos al hombre amado que se derrumba a su lado como un niño desvalido incapaz de proteger de sí mismo. Y los dos, abrazados, lloran con desconsuelo por algo que no acaban de entender.
-Camilia, creo que me estoy volviendo loco –se queja Gabriel con voz lacerante.
-No, Gabriel, no, mi amor, no –susurra ella con desesperación acunándolo entre sus brazos-, es la tensión...; o lo que sea. Mira cómo, cuando te esfuerzas como hace unos momentos... –Se calla-. ¡Mañana mismo cambiaremos de médico!
-No. La Seguridad Social no es tan mala. El que me está tratando no me disgusta. Y,  además, nuestros ahorros no dan para despilfarros.
-Pero, Gabriel, si el que te está tratando es privado. ¿O no te acuerdas...? -La pregunta queda suspendida en el aire sin terminar de formularla. Los ojos de Gabriel se han transformado en dos ascuas llameantes.
- ¿Privado? ¿Privado, dices? ¿Y quién eres tú para disponer de lo que yo gano cada día con tantos sudores?
Gabriel deshace desdeñoso el abrazo de su mujer; ahora está furioso, con los ojos desorbitados en un gesto de rabia inaudita. Se echa hacia atrás. Alza la mano inesperadamente y la abofetea con violencia. Apenas tiene tiempo Camilia de dolerse del golpe cuando ve a su marido doblarse sobre sí mismo tirándose al suelo, encogiendo las rodillas contra su estómago y tapándose la cara con los brazos, mientras se dobla y gime convulsivamente mascullando entrecortadas e ininteligibles disculpas.  Ahora se golpea la frente contra el suelo y le brota un hilillo de sangre.
-¡Vamos, Gabriel! ¿Qué tienes, mi amor? –dice mientras tira de él sin conseguir levantarlo.
Algunos viandantes se acercan e intentan ayudar a Camilia a serenar al hombre. Ella trata desesperadamente de quitar importancia a aquella escena absurda e inesperada y se deja socorrer para acomodar a su marido en el asiento de atrás del coche desde el que llora y gime como un niño pequeño; le limpia la sangre que mana de la brecha en la frente y le asegura el cinturón de seguridad; luego conduce con cuidado para evitar que su propio llanto acabe de empañarle la poca visibilidad que le queda a la tarde atormentada.
Cuando llegan a la clínica, es noche cerrada. Le inyectan algo y se lo llevan encogido encima de una camilla. Ella se acomoda en la calurosa sala de  espera y trata de serenarse sin conseguirlo. “Camilia, estoy malo..., Camilia, me están robando las palabras..., Camilia ¿dónde has pasado el día?; ¿por qué tienes que trabajar cuando yo gano más que diez hombres juntos...?; Camilia..., Camilia..., Camilia... ¡Su hombre!, ¡Su amante! ¿Será verdad que está volviéndose loco? Un año sin trabajar. Más de un año ya con aquellas pejigueras que la trastornan y que luego, de repente, durante unas horas, es como si todo retornara a su cauce, como si él volviera a ser el mismo hombre que llenó su vida. Sí, será ella la que acabe loca. ¿Quién tiene la culpa? ¡No puede más!
El altavoz la llama arrancándola de sus amargas confusiones. Pasa a una consulta estrecha y con olor a alcanfor.
-Sí, Doctor: las rarezas empezaron hace tiempo, pero no puede decir cómo empezaron. No; nunca. Hasta hoy, nunca me había puesto las manos encima. Nunca había sido tan violento aunque últimamente... ¿La memoria?, sí, algo va perdiendo, pero eso debe ser natural de la edad... –intenta engañarse-, a ella también se le olvidan las cosas... aunque...él dice que le están robando palabra a palabra y que, dentro de poco no podrá ni hablar. ¿Que es cierto...? ¿Cómo va a ser cierto que le estén robando palabras...? ¡Ah, lo de no poder hablar! ¿Pero por qué? ¿Se está volviendo loco? ¿Pero entonces...? ¡Ah! ¡Alzheimer! ¿Avanzado dice…?
-Pero, Doctor, tiene cincuenta y cuatro años –gime desolada. Se desespera: ¡No es posible, Doctor...! ¿En qué nos hemos equivocado?
       Siente sobre sí la mirada despiadada y urgente del Médico. Tienen una mala noche –dice el galeno-. En cuanto empieza la primavera, los accidentes de carretera les atascan las urgencias. A lo mejor me he equivocado, Señora. Pero a mí me parece que...,  será mejor que vayan a un especialista. Esta noche no pueden hacer más por ellos-. La empuja hacia fuera con una mirada cansada y fría pero inequívoca.
Encuentra a Gabriel en el pasillo, vencido, hecho un ovillo sobre una silla blanca y desconchada, y mirando con obstinación la esquina rota de una baldosa en el suelo ajedrezado. “Blanca...negra; blanca... negra”, -repite obsesivo. Cuando su mujer le toma del brazo, no se resiste. Parece un niño arrepentido. Salen del Hospital, suben al coche y, camino de su casa, el hombre se esfuerza y rebusca entre las brumas de su memoria dos palabras que sabe que ha conseguido esconder cuidadosamente entre unos pliegues de su cerebro mientras los de las batas blancas le clavaban cañerías por toda la cabeza para chuparle las pocas palabras que le van quedando.
       -¡T-e  q-u-i-e-r-o!
       Camilia se vuelve hacia él y se le anuda en la garganta un borbotón de lágrimas propias mientras con su mano derecha trata de secar las que bajan por la consumida mejilla sin afeitar de su marido. Los ojos se le nublan obligándola detener el coche al abrigo de un cielo anochecido de pena y trasparente de primavera, y se abrazan, como conjurando su mutuo y cósmico desconsuelo. Se aferran desesperados al frágil destello de cordura que les roza como un vahído inasible y efímero. Y así, ceñidos uno a otro en mitad de la noche, lloran por todo lo que no se han dicho durante tantos años perdidos en la neblina de la felicidad inadvertida.
¡Palabras! Posiblemente ya no están a tiempo de decirse nada.
-Tenías razón, Gabriel –gime amorosa al oído del hombre. Nos han estado robando. Hemos convivido con el ladrón más tortuoso que existe: ¡el tiempo! ¡Oh, Dios; Dios, el tiempo! ¡EL TIEMPO! Y ahora...
Camilia se derrumba; se desespera y deja por fin que el llanto le crezca y la inunde abiertamente sin reprimir los sollozos. Gabriel, con una penosísima evocación de lucidez y de ternura nunca olvidada, la atrae hacia sí. Ahora es él quien acuna a la mujer como quien mece a un niño. Se esfuerza por consolarla, pero los gemidos de Camilia se agrandan, crecen, suben y se expanden llenando con su desconsuelo todo el espacio que los rodea.
Gabriel se angustia ante su propia inutilidad.
Finalmente, pega sus labios al oído de su mujer y le susurra:
 -No sufras, amor. Deja de sufrir; yo te libraré de todos los ladrones. Y no tendrás nada que temer del peor de todos ellos. Ya no podrá dañarte nunca.  Empezaremos otra vez... ¡Te aseguro que, a partir de hoy, estaremos salvados!
-¿Sí...? –Camilia titubea aferrándose a un último atisbo de esperanza.
-¡Si! –Susurra Gabriel con un resto de amargura mientras se le van apagando los ojos-. Sí;  porque al Tiempo, mi amor, a ese sucio ladrón de vidas... a ese robador de palabras ya no le queda tiempo: El Tiempo se está... se nos está...se... se...se nos  es-tá    a-ca-ban-do.


                                                           
Marineda. 28.8.2003.
“CasaChina”. 24/09/2016

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