32/2003
-¡Hasta luego, Camilia! No;
ahora no que se me hace tarde; ya hablaremos después. Mira: no me vengas con tus
achaques sin fundamento que ahora no tengo tiempo de ocuparme de esas
nimiedades con todo el trabajo que me espera en el Despacho. ¿Qué no paro?; no querrás que desperdicie el
día mirando a las musarañas como si no tuviera otra cosa que hacer. ¡El tiempo
es oro, Camilia, y no podemos desaprovecharlo!
Así había sido siempre Gabriel
desde que se casaron, piensa Camilia con un amago de punzante resentimiento.
Tan brillante, tan activo, tan vital... Y, de repente, aquel cambio insidioso:
“Me siento mal, Camilia. No tengo ganas de nada, Camilia. Es como si se me
hubiera perdido algo esencial de la vida; como si se me estuviera vaciando la
cabeza por un pistero de boca invisible; como si se estuviera apagando el mundo
dentro de mí”.
Camilia recuerda que todo
empezó de aquella forma tan confusa: un desaliento esencial que fue
apoderándose de Gabriel inadvertidamente. Una ambigüedad en su decir. Una queja
constante: “me siento mal, Camilia”. “¿Qué me pasa, Camilia?” “Es como si la
vida me estuviera abandonando, Camilia”.
¡Camilia!; ¡Camilia!;
¡Camilia! Ella se irritaba. ¿Por qué su nombre era, de repente, el asidero
desesperado en semejante confusión caótica? ¿Por qué le parecía que Gabriel se
desmoronaba como un fetiche de arena arrastrándola a ella en su ruina? ¿Por qué
la voz doliente del hombre resonaba con ecos de desastre como si formara parte
de un triste reguero de sonidos terminales?
Hacía meses que Gabriel había
dejado de acudir a su trabajo. No conseguía concentrarse. Estaba como ajeno. “Sería
mejor que se tomara un tiempo para reponerse y hacerse un buen chequeo” ‑dijeron
los Socios-. Y Gabriel aceptó su exclusión con una desolada mansedumbre
impropia de él. Luego vino aquella dejadez desorientada, aquel llanto absurdo,
aquella agresividad obscena; aquella imposibilidad de tragar bocado. El Hospital fue, durante unas semanas, el único
referente para Camilia, siempre pendiente de aquel hombre que parecía
extrañamente asustado y huidizo. Después de someterlo a los habituales análisis
y pruebas rutinarias los médicos le dieron el alta “porque era un malestar
pasajero al que no le favorecía el enclaustramiento doméstico”. Pero, cuando
volvió a su Despacho, ya era incapaz de rendir. “Lo mejor sería una jubilación
anticipada”, -habían dicho los Socios-. “No; ¡Ni hablar! Ella, de momento, que
no pensara en trabajar. Intentarían compensarle los ingresos de alguna manera...”
“¿Gastos extra? No, Con eso no contaban en la Empresa cuando le dijeron que le
compensarían; pero… ¿cómo iban a suponer que Gabriel, tan vigoroso,
necesitara...? Aunque..., si ella quería... estando como estaba tan
preparada..., podría echar unas horitas extras en el Despacho sustituyendo a
alguna de las secretarias que tomaban sus vacaciones... Claro que, con su falta
de práctica durante tantos años, no podrían pagarle demasiado...”
-Camilia: ¿dónde te pasas las
mañanas? ¿Por qué tienes que dejarme sólo todos los días? ¡No te das cuenta de
lo malo que estoy! Y tú por ahí; como si yo fueran una basura que hay que
arrinconar. Tengo la sensación de que nadie se da cuenta de que me estoy
muriendo. Me siento morir, Camilia.
“¡Pero, si está como una rosa!”
–Seguían diciendo los médicos-. “Los
análisis son perfectos... Astenia primaveral. Unas vitaminas, ejercicio físico
moderado y adecuado a sus cincuenta y tantos años y, en un par de semanas,
¡como nuevo! Cualquier cosa menos apoltronarse como si fuera un viejo”.
-Camilia: ¿no te das cuenta de
que no tengo alientos ni para moverme de la silla? ¿Cómo piensas tú que puedo
ir a dar un paseo ni siquiera por el pasillo? ¡Salir de casa, ni hablar,
Camilia! ¡Hay que vigilar quién entra y sale de esta casa, Camilia, porque
ellos están al acecho; se están aprovechando de lo malo que estoy para robarme
hasta la vida! Y, si entran, a mí no me quedan fuerzas para enfrentarme con
nadie mientras que tú andas por ahí, andurreando, Camilia. ¡Estoy tan malo,
Camilia!
-Pero Doctor, si mi marido no
tiene nada, ¿por qué parece que se estuviera olvidando de vivir? ¿Y esa apatía
de la que no sale últimamente si no es para revolverse contra mí con una ira
desconocida en él...?
-El mal está en su cabeza; no
en su cuerpo. Quizá, con el verano, se anime. Si este hombre no se anima,
tendremos que ponernos serios con él. –El
Médico le palmea desabridamente la espalda vencida y le busca la cara
sin conseguir encontrarle la mirada recelosa cuando se aleja.
La casa está oscura. Gabriel
detesta ahora la luz. Tras los cristales de la ventana, la primavera se abulta
hasta reventar en los primeros brotes del sauce. Camilia toma aire
pausadamente. No quiere perder los nervios y decirle a Gabriel que es tiempo de
vivir. A fuera debe oler a jardín. Pero Gabriel, de un tiempo a esta parte,
siente un miedo irracional a que se abran las ventanas.
-Nos están robando, Camilia.
Tú no te das cuenta; nunca te has dado
cuenta de nada pero, desde hace tiempo, nos están robando-. Gabriel remueve un
montón de papeles que saca del cajón de su mesa de trabajo y los vuelve a
guardar apresuradamente. –Se están llevando lo que más necesitamos-, jadea
entrecortadamente.
La irritación de Camilia se
convierte en inquietud.
-No guardarás el dinero entre
los papeles, ¿verdad? –se alarma Camilia.
-No es el dinero, Camilia.
Es…, tú no pones atención en nada…, pero aquí desaparece lo que no debe
desaparecer sin que tú te preocupes lo más mínimo. ¡Claro! A ti nunca te falta
lo preciso...
Camilia piensa en alguna manera
de alargar los ahorros haciendo que llegue a fin de mes su sueldo miserable.
-Camilia: yo no puedo seguir
con tanta escasez de...
Camilia no lo deja terminar;
se solivianta y le corta la palabra secamente:
-Pero, ¿qué es lo que te falta
a ti si puede saberse? –La irritación contenida
a duras penas suena arisca en la voz de Camilia.
-¡El nombre! Eso es. Me falta
hasta el nombre de las cosas. Y, Camilia, hazme caso por una vez –se desespera Gabriel
bajando la voz hasta convertirla en un susurro, mientras lanza miradas de
desconfianza hacia un lado y otro de la habitación-, ¿Sabes qué es lo que nos
salva? Lo único que nos salva de ser
muertos vivientes –sigue el hombre- es poder llamar a las cosas por su nombre.
¡El nombre de las cosas; eso es lo que me están robando!
¡Otra vez la misma historia!
Camilia sale del saloncito
dando un portazo; pero regresa en cuanto se limpia con rabia las lágrimas que
le queman detrás de los párpados. “Depresión reactiva” –habían anotado en la
historia clínica del Hospital la última vez-. Pero aquello duraba ya demasiado.
Y el médico privado había confirmado el diagnóstico después de varias sesiones
con Gabriel.
-¿Depresión reactiva, Doctor?
-Sí. Parece que no pueda
superar el accidente de Belisa. Está obsesionado. Ver morir a una hija va
contra la naturaleza de las cosas.
-Pero, del accidente de Belisa
hace ya más de siete años, Doctor…
-No importa. Los traumas se
interiorizan, se ocultan, se enmascaran; y, un día, cuando menos se espera,
salen...si es que salen. Es como quien vomita; y siempre es mejor vomitar la
basura que tragársela.
- ¿Y qué se puede hacer?
–Camilia formula la pregunta al mismo tiempo que el médico se concentra en
pasar su mano derecha sobre el escritorio como si estuviera limpiando una
suciedad imaginaria mientras que, con la izquierda, abre y cierra el cajón central
con un ruidillo enervante que hace que Gabriel se remueva inquieto sobre su
incómodo asiento.
-Empezaremos una psicoterapia
de apoyo. Con tres sesiones semanales será suficiente..., pienso... –A Camilia
le parece que el Médico duda. Pero algo tendrá que hacer. Cualquier cosa menos
enterrarse en vida, menos estabularse en la butaca del salón esperando la
llegada de la muerte.
-¿Y...?
-Nuca se sabe. La mente humana
es compleja; demasiado complicada. Pero, si él se muestra colaborador... ¡Verá!
Lo que le voy a decir podrá parecerles estúpido, pero funciona. Confíen en mí.
Que escriba cada día lo que piensa, todo lo que se le venga a la mente; todo lo
que recuerde...Si es capaz de afrontarlo y de sacarlo fuera, pronto tendremos a
este hombre como nuevo; –sonríe forzadamente, mira su reloj y se levanta dando
por terminada la consulta.
Vacila un segundo Camilia;
pero el Médico le aprieta el brazo con una familiaridad que la irrita tanto
como la jovialidad con que los trata
ignorando su dolor; como si lo que les está pasando a Gabriel y a ella fuera
una rutina. Se deshace de la presión delicadamente, mira a Gabriel que se
mantiene con la mirada perdida más allá del ventanal de la lujosa consulta
privada a la que ha decidido llevarlo y se dispone a salir. Gabriel no se mueve
y Camilia le habla suavemente sin poder evitar que en su voz se adivine un
cierto resentimiento.
-¡Gabriel!
-¿Sí?
-¡Vamos! –Ahora su voz denota
la tensión contenida.
-¿A dónde quieres que vayamos?
–La voz de Gabriel es desalentada, perezosa y triste. Demasiado lenta.
-Venga, Gabriel –tercia el
Médico rutinariamente como si le estuviera hablando a un niño o a un necio-
marchaos los dos a tomaros unas copas por ahí, y luego, a un buen espectáculo. ¡Aprovéchate!
–le tutea– porque, si no te animas por ti mismo, tendremos que “recetarte” esas
“pastillitas” incompatibles con un copazo de los buenos-. Y ríe tontamente
consiguiendo aumentar la esencial tristeza de Camilia con aquel tuteo repentino
e inoportuno que, según ha podido comprobar últimamente, utiliza todo el
personal sanitario, desposeyendo con él a enfermos y familiares de su maltrecha
dignidad justamente en los peores momentos de su vida.
Gabriel se detiene, mira al
Médico con retadora fijeza durante una décima de segundo, y luego vuelve a
dejar que su mirada azul adquiera aquella languidez errática que lo está
invadiendo en los últimos tiempos, y con la que parece estar despidiéndose del
mundo, mientras se deja llevar por el suave tirón de Camilia. Cuando salen a la
calle él, repentinamente, se aproxima a su mujer y le susurra al oído algo:
-¿Qué dices, Gabriel? Sabes
que cuando me hablas tan bajo no consigo entenderte.
-Que debiéramos tener más
cuidado con las personas que tratamos. ¿Has visto cómo ese hombre se las guardaba
en el cajón de su mesa? Creía que no lo estaba mirando; pero lo he visto. Es
uno de ellos; es un ladrón...
-¡Oh, Gabriel, no empieces
otra vez!- Camilia ha subido el tono de la voz involuntariamente, pero se contiene
ante el gesto compungido de su marido.
‑No me tomes por loco,
Camilia. Te digo que, según ibas hablando, él ha ido guardando y escondiendo
cada una de tus palabras en su cajón...; ¡ya verás, ya, cuando empieces a
echarlas en falta...!
Gabriel guarda un repentino
silencio. Cuando llegan al aparcamiento, se dirige sumiso al asiento del
copiloto sin hacer ademán de intentar conducir, como hacía al principio, y ella
se siente aliviada y desalentada a un mismo tiempo ante la creciente apatía,
ante la mansedumbre del hombre. Fuera la tarde es tibia y luminosa. Conduce
lentamente, dejando que la suave luz del atardecer le consuele los ojos alargando el momento de llegar a su triste y
oscura casa. Ahora teme lo que tanto deseó durante años: estar a solas con
Gabriel en su casa al caer de la tarde.
-¡Para un momento! –le escucha
decir cuando llegan a la altura del parque interrumpiendo sus melancólicos
pensamientos. Sorprendentemente, la voz de Gabriel es ahora inexplicablemente
enérgica y chispeante como en sus mejores tiempos.
Camilia se detiene junto al
bordillo. Al otro lado una suave pendiente de césped recién regado embalsama el
tibio aire del crepúsculo primaveral.
Gabriel abre su portezuela y
salta fuera, va hacia la de ella y, más con una mirada sugerente que con el
gesto de su mano extendida, la invita a salir. Gabriel cierra el coche con una
precisión inhabitual y tira de su mujer ladera arriba. Llegan hasta un
bosquecillo de avellanos, lo rodean y la arrastra suavemente hasta el borde de
un riachuelo semioculto por los sauces donde solían ir cuando eran novios.
Entonces Gabriel, mientras le sonríe con gesto de complicidad, la obliga a
sentarse sobre la yerba con una leve presión de sus brazos, la envuelve en una
caricia que se va haciendo premiosa y experta hasta que ella cede a la urgencia amorosa casi olvidada en los últimos
y largos meses. Se aman allí mismo, primero con premura recelosa, después con
la suavidad del placer recuperado y con el ardor de lo escaso. Luego descansan
sobre la yerba húmeda mirando los giros gentiles del lejano vuelo en el que se
demoran las últimas golondrinas de la tarde.
El aire es extrañamente tibio
y se hace cómplice del suave silencio en que se abstraen dulcemente. Camilia se
niega a pensar en nada que no sea gozar de la ternura recuperada. Hasta que
Gabriel se solivianta a su lado, se incorpora un poco y le pregunta inquieto,
sin acabar la frase:
-¿Has tomado..., la has...la
has tomado...?
Camilia lee en la mirada
del hombre el regreso al confuso laberinto en el que vuelve a perderse y siente
que una congoja insoportable le atenaza y le aprieta el estómago. Es como si un
interruptor invisible le hubiera apagado a la tarde la luz con que brillaba
hace solo un momento. No obstante se esfuerza en desechar el vértigo que la
aturde.
-¿La píldora...?, -contesta
con agresivo desaliento.
-Eso es; la píldora. Ya veo que tú
tienes recambio.
-¿Recambio?; no se de qué me
estás hablando.
-De palabras. ¡Sí, de
palabras! Esa palabra, ¡la píldora!, es la última palabra que me han robado a
mí. Pero, por lo que veo, tú te has guardado una para cuando la necesitemos. Así
me gusta, que seas ahorrativa y prevenida. –La voz del hombre suena ahora como
un murmullo de complicidad repugnante.
-¡Venga, Gabriel! –se
desespera Camilia- no empieces otra vez con esa retahíla pesada de que te están
robando palabras. ¡Una vez tiene gracia; pero no un ciento! Y sí; claro que he
tomado la píldora. ¡Aunque para la falta que me hace desde hace meses...!
Siente que su voz suena
irritada y empieza a arrojar chinas al riachuelo cercano para disimular la
turbación y el desconcierto. A su lado, Gabriel estalla en uno de sus ahora
habituales arrebatos de ira:
-¿Qué no te hace falta? ¿Dices
que no te hace falta…? ¡Pero, criatura!
¿Se te ha ocurrido pensar en lo que vamos a hacer si te quedas preñada
antes de que yo acabe mi carrera y pueda ganarme la vida? ¿Qué van a decir tus
padres, eh?. ¡Y, por Dios, deja ya de
tirar al agua lo que tanta falta va a hacernos para poder casarnos!
Camilia se queda con el brazo
suspendido en el aire sin acabar de arrojar el guijarro y, sin mirar a su
marido, responde con un hilo de voz dolorida:
-Mis padres ya no pueden decir
nada, Gabriel –dice con resentimiento-. Los muertos no vuelven de sus tumbas
por mucho que lo deseemos. Y no todo han sido piedras en nuestro matrimonio
–termina arrojando iracunda la piedra hacia lo más lejano del agua.
Gabriel se queda absorto
persiguiendo con la mirada los círculos concéntricos que parten del punto en
que ha caído la piedra, y que van agrandándose al tiempo que diluyéndose según
se alejan de su centro. –Así se me está descomponiendo algo aquí dentro- dice en
voz alta señalándose la frente-. De repente, rompe en sollozos entrecortados y
se abraza a su mujer:
-Perdóname, Camilia. No sé lo que
me está pasando. Se me había olvidado que hace más de treinta años que terminé
la carrera y que..., ¡oh, Camilia!, es como si dentro de mí hubiera un ejército
de ladrones que me roban la memoria, y las palabras y tu amor; y la vida misma... ¡No me abandones
tú también, por Dios; no me dejes disolverme como esas ondas de agua...!. -Su
mano extendida hacia el agua se agita trémula.
-No, cariño, no. Mi amor por
ti está tan despierto como el primer día- gime Camilia mientras cobija en sus brazos al hombre amado
que se derrumba a su lado como un niño desvalido incapaz de proteger de sí
mismo. Y los dos, abrazados, lloran con desconsuelo por algo que no acaban de
entender.
-Camilia, creo que me estoy
volviendo loco –se queja Gabriel con voz lacerante.
-No, Gabriel, no, mi amor, no
–susurra ella con desesperación acunándolo entre sus brazos-, es la tensión...;
o lo que sea. Mira cómo, cuando te esfuerzas como hace unos momentos... –Se
calla-. ¡Mañana mismo cambiaremos de médico!
-No. La Seguridad Social
no es tan mala. El que me está tratando no me disgusta. Y, además, nuestros ahorros no dan para
despilfarros.
-Pero,
Gabriel, si el que te está tratando es privado. ¿O no te acuerdas...? -La
pregunta queda suspendida en el aire sin terminar de formularla. Los ojos de
Gabriel se han transformado en dos ascuas llameantes.
- ¿Privado? ¿Privado, dices?
¿Y quién eres tú para disponer de lo que yo gano cada día con tantos sudores?
Gabriel deshace desdeñoso el
abrazo de su mujer; ahora está furioso, con los ojos desorbitados en un gesto
de rabia inaudita. Se echa hacia atrás. Alza la mano inesperadamente y la
abofetea con violencia. Apenas tiene tiempo Camilia de dolerse del golpe cuando
ve a su marido doblarse sobre sí mismo tirándose al suelo, encogiendo las
rodillas contra su estómago y tapándose la cara con los brazos, mientras se
dobla y gime convulsivamente mascullando entrecortadas e ininteligibles disculpas. Ahora se golpea la frente contra el suelo y
le brota un hilillo de sangre.
-¡Vamos, Gabriel! ¿Qué tienes,
mi amor? –dice mientras tira de él sin conseguir levantarlo.
Algunos viandantes se acercan e
intentan ayudar a Camilia a serenar al hombre. Ella trata desesperadamente de
quitar importancia a aquella escena absurda e inesperada y se deja socorrer
para acomodar a su marido en el asiento de atrás del coche desde el que llora y
gime como un niño pequeño; le limpia la sangre que mana de la brecha en la
frente y le asegura el cinturón de seguridad; luego conduce con cuidado para
evitar que su propio llanto acabe de empañarle la poca visibilidad que le queda
a la tarde atormentada.
Cuando llegan a la clínica, es
noche cerrada. Le inyectan algo y se lo llevan encogido encima de una camilla.
Ella se acomoda en la calurosa sala de
espera y trata de serenarse sin conseguirlo. “Camilia, estoy malo...,
Camilia, me están robando las palabras..., Camilia ¿dónde has pasado el día?; ¿por
qué tienes que trabajar cuando yo gano más que diez hombres juntos...?;
Camilia..., Camilia..., Camilia... ¡Su hombre!, ¡Su amante! ¿Será verdad que
está volviéndose loco? Un año sin trabajar. Más de un año ya con aquellas
pejigueras que la trastornan y que luego, de repente, durante unas horas, es
como si todo retornara a su cauce, como si él volviera a ser el mismo hombre
que llenó su vida. Sí, será ella la que acabe loca. ¿Quién tiene la culpa? ¡No
puede más!
El altavoz la llama
arrancándola de sus amargas confusiones. Pasa a una consulta estrecha y con
olor a alcanfor.
-Sí, Doctor: las rarezas
empezaron hace tiempo, pero no puede decir cómo empezaron. No; nunca. Hasta hoy,
nunca me había puesto las manos encima. Nunca había sido tan violento aunque
últimamente... ¿La memoria?, sí, algo va perdiendo, pero eso debe ser natural
de la edad... –intenta engañarse-, a ella también se le olvidan las cosas...
aunque...él dice que le están robando palabra a palabra y que, dentro de poco
no podrá ni hablar. ¿Que es cierto...? ¿Cómo va a ser cierto que le estén
robando palabras...? ¡Ah, lo de no poder hablar! ¿Pero por qué? ¿Se está
volviendo loco? ¿Pero entonces...? ¡Ah! ¡Alzheimer! ¿Avanzado dice…?
-Pero, Doctor, tiene cincuenta
y cuatro años –gime desolada. Se desespera: ¡No es posible, Doctor...! ¿En qué
nos hemos equivocado?
Siente sobre sí la mirada despiadada y urgente del Médico.
Tienen una mala noche –dice el galeno-. En cuanto empieza la primavera, los
accidentes de carretera les atascan las urgencias. A lo mejor me he equivocado,
Señora. Pero a mí me parece que..., será
mejor que vayan a un especialista. Esta noche no pueden hacer más por ellos-. La
empuja hacia fuera con una mirada cansada y fría pero inequívoca.
Encuentra a Gabriel en el
pasillo, vencido, hecho un ovillo sobre una silla blanca y desconchada, y
mirando con obstinación la esquina rota de una baldosa en el suelo ajedrezado. “Blanca...negra;
blanca... negra”, -repite obsesivo. Cuando su mujer le toma del brazo, no se
resiste. Parece un niño arrepentido. Salen del Hospital, suben al coche y,
camino de su casa, el hombre se esfuerza y rebusca entre las brumas de su
memoria dos palabras que sabe que ha conseguido esconder cuidadosamente entre
unos pliegues de su cerebro mientras los de las batas blancas le clavaban
cañerías por toda la cabeza para chuparle las pocas palabras que le van
quedando.
-¡T-e q-u-i-e-r-o!
Camilia se vuelve hacia él y se le anuda en la garganta un
borbotón de lágrimas propias mientras con su mano derecha trata de secar las
que bajan por la consumida mejilla sin afeitar de su marido. Los ojos se le
nublan obligándola detener el coche al abrigo de un cielo anochecido de pena y
trasparente de primavera, y se abrazan, como conjurando su mutuo y cósmico desconsuelo.
Se aferran desesperados al frágil destello de cordura que les roza como un
vahído inasible y efímero. Y así, ceñidos uno a otro en mitad de la noche,
lloran por todo lo que no se han dicho durante tantos años perdidos en la
neblina de la felicidad inadvertida.
¡Palabras! Posiblemente ya no
están a tiempo de decirse nada.
-Tenías razón, Gabriel –gime
amorosa al oído del hombre. Nos han estado robando. Hemos convivido con el
ladrón más tortuoso que existe: ¡el tiempo! ¡Oh, Dios; Dios, el tiempo! ¡EL
TIEMPO! Y ahora...
Camilia se derrumba; se
desespera y deja por fin que el llanto le crezca y la inunde abiertamente sin
reprimir los sollozos. Gabriel, con una penosísima evocación de lucidez y de
ternura nunca olvidada, la atrae hacia sí. Ahora es él quien acuna a la mujer
como quien mece a un niño. Se esfuerza por consolarla, pero los gemidos de
Camilia se agrandan, crecen, suben y se expanden llenando con su desconsuelo
todo el espacio que los rodea.
Gabriel se angustia ante su
propia inutilidad.
Finalmente, pega sus labios al
oído de su mujer y le susurra:
-No sufras, amor. Deja de sufrir; yo te
libraré de todos los ladrones. Y no tendrás nada que temer del peor de todos
ellos. Ya no podrá dañarte nunca.
Empezaremos otra vez... ¡Te aseguro que, a partir de hoy, estaremos
salvados!
-¿Sí...? –Camilia titubea
aferrándose a un último atisbo de esperanza.
-¡Si! –Susurra Gabriel con un
resto de amargura mientras se le van apagando los ojos-. Sí; porque al Tiempo, mi amor, a ese sucio ladrón
de vidas... a ese robador de palabras ya no le queda tiempo: El Tiempo se
está... se nos está...se... se...se nos
es-tá a-ca-ban-do.
Marineda.
28.8.2003.
“CasaChina”. 24/09/2016
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