59/2013
Yo era Abogada
Yo era
Abogada, -“ejerciente” por más señas- que es lo mismo que decir que yo misma CREÉ
como una irremediable Palabrera.
Conseguí ser
Abogada con un esfuerzo infinito, con una ilusión desbordante, con una
obstinación de material ignífugo a prueba de incendios. Con una especie de
contrato conmigo misma titulado “para siempre”, sin alcanzar a entender que esa
cláusula era incompatible con el vivir y crecer diario. (Y también
inconciliable con un artículo del Código Civil “de cuyo nombre no quiero
acordarme” que consagra la nulidad de los contratos indefinidos, sin que a
estas alturas haya alcanzado a definir el sentido de la indefinición legal del Código).
Tengo que
confesar que, después de haber sido Maestra por esos pueblos de Dios, no fue
fácil hacer el camino de las aulas a edad avanzada, para tener derecho a
vestirme de negro y sentarme en estrados “a la altura de los Puñeteros
Administradores de La Ley”, y obtener la venia para echar por mi boca todos los
sapos y culebras que mi zoo interno se cuidaba de incubar, adecentar,
alimentar, nutrir y cebar con celo de hembra.
¡Ah, Señor! Ya
se sabe que los animales de granja
tienen un solo destino: engordar para morir. Y los pleitos –ahora lo sé- no son
otra cosa que animales de granja que suelen ser sacrificados en el matadero de
las togas. Eso cuando no se convierten en carnaza para carroñeros.
Como empecé
diciendo, Yo era Abogada porque me creé a mí misma como tal.
Curiosamente,
la paradoja de todo CREADOR reside en
que, una vez concluida, jamás está satisfecho de su obra. Pero tampoco se atreve a destruirla,
y convierte su vida en un perpetuo hacer y deshacer con mañas que parecieran
sacadas del mismísimo mito de Perseo y Ariadna.
Quiero aclarar
que, lejos de denostar mi oficio de Jurista, o de desterrar a la Abogada que yo
creé a mis pechos, he conseguido construir sobre los firmes cimientos de mis
ruinosas creencias sobre lo legal y lo justo. Fue un día en que la batalla
forense había sido emponzoñada por el virus de la marrullería y de las prisas.
Ese día, cuando estaba en plena faena de ariete, dispuesta a dar el tiro de
gracia en la nuca de los argumentos de mi oponente, me pareció ver que La Vieja
Dama Ciega se levantaba la venda guiñándome el único ojo que había dejado al
descubierto, urgiéndome a mirar hacia el estupor compartido de los verdaderos
contendientes. Me quedé sin palabras ante tanta perplejidad y resolví dejar de
hablar o de pensar en la próxima genialidad con la que debería rematar la faena.
Decidí dejar de decir, y pararme a escuchar lo que se decía en mi entorno. Entonces,
ordené mis papeles, cerré mi carpeta de los truenos y, no sin antes solicitarme
a mí misma la venia, pero sin esperar a dármela, me levanté de estrados y salí
a la calle aún vestida con la negra toga.
No estoy muy
segura de que fuera justamente ese día cuando comprendí algo tan simple como
que el mundo de la Administración de Justicia es una imperiosa necesidad en
cualquier convivencia, pero que, a estas alturas, está más que necesitada de
tiempos muertos, silencios reflexivos y, sobre todo, de nuevas y más luminosas
vestiduras.
Me explico:
siendo Abogada al uso, cada vez que me estaba poniendo la toga, tenía una
extraña sensación de alboroto adrenalina y alborozo de “voy a hundir al
enemigo”, tal como debían sentirse ‑pensaba
yo- los toreros cuando, delante de un altar de cien mil vírgenes, se calzan el vestido de luces y agarran los
trastos de matar, o cuando los caballeros feudales, con su honor entre las
piernas abiertas a horcajadas sobre sus yeguas, se enfundaban en su armadura,
dispuestos a sanear las escoceduras de
sus ingles en una Justa (curiosa palabra ¿no?, para juego tan feroz) a vida o
muerte
Con el tiempo,
llegué a la conclusión de que vestirse la toga es como recibir un sacramento:
imprime carácter. Me transforma en una palabrera resabiada; soy puro parloteo
remedando un dolor, que no por ser ajeno es menos cierto; una locuaz facundia
que me desfigura, me aliena, me hace ajena a mí misma, dejo de ser yo, me
trasfigura.
¡Duele!
Al final,
siempre duele.
Porque, como
sucedía en los cosos donde se lidia la bravura del toro, o en los palenques
donde se ventilaban las Justas caballerescas, en el territorio de Estrados
siempre tiene que haber un muerto y un vivo; un vencedor, pero también un
vencido. O, en el mejor de los casos, la bronca acaba en tablas, pero los
contendientes son devueltos a los corrales malheridos. A veces, heridos de
muerte, sin que la Vieja Dama Ciega sea capaz de quitarse la venda de los ojos,
convertir en pañuelo de percal su anacrónica túnica de seda, y enjugar con él
las heridas de quien por ella se batió en desigual duelo.
Sin embargo,
yo podría jurar que a mí La Vieja Dama Ciega fue la que me guiñó un ojo
mostrándome lo esencial de su tarea y la puerta de salida de un aire tan
espesado ya. La escapatoria a tan dolorosa situación no tiene más que dos
caminos –creo que me dijo, aunque no sé precisar con qué palabras-: o
convertirse en un DESCREÍDO de sí mismo y dejar la labor abandonada en el cesto
de costura, y los patrones hechos mil pedazos en el fondo de la papelera, o
renovar su CREENCIA para volver a CREAR.
A la Dama de
encima de mi mesa le he regalado plumas amarillas para vestir su espada.
¿En cuanto a
mi?
Ahora soy
ESCUCHADORA que es más que oír, y mucho más que decir de lo mío.
En CasaChina.
En un 24 de Octubre de 2013
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