Ciruelo te conocí
ni un solo fruto te vi.
¡Los milagros que tú hagas
que me los claven aquí!
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(¿...? Reniego del Campesino que vio su viejo ciruelo
convertido en talla de Santo Milagroso)
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Mª Socorro Mármol Brís
(Gaviola
de Aznaitín)
No es Don
Gedeón mala persona; pero le pierden esos prontos que se gasta, y ese aspecto
suyo más propio de un gañán que de un hombre de Dios.
Con
semejante cuerpo tonelero, siempre a punto de reventar la desgastada sotana a
la altura de la barriga, esos brazos como cebados con bellotas, esa cara
congestionada y bravucona, y esa mata de pelos tiesos como escarpias, más
parece un descargador de muelles que un cura rural.
Cuando, hace
cosa de un año, se bajó de la camioneta, en la Aldea no podíamos creernos que
aquel adefesio fuera el cura que estábamos esperando desde que la palmó el
viejo Don Bonifacio. Pero una sotana es una sotana, y nos faltó tiempo para
acercarnos a besarle la mano como Dios manda. En ese primer trato entre Cura y
Feligreses fue donde Don Gedeón se descubrió como el animal que es y donde se
le adjudicó el mote: Pelo-Pincho.
Allí
plantado, a pleno sol, en mitad de la plazuela, con las piernas separadas como
un esperpento, desafiando las calores que acongojan a los paisanos, cogiéndolos
por sorpresa las pocas veces que se echan encima por estas tierras, pegó un
respingo cuando Belén, la del Curandero, la meapilas de la Aldea, se le acercó
con pleitesía, le alzó como a la fuerza la velluda manaza, y se inclinó para
besársela con fruición. Sería la arisca retirada del Cura, o la propia
naturaleza de la mano que, en cuanto arrimó los labios a ella, pegó un repullo
gritando:
-¡PeloPincho! Raspas de trigo no rasguñan tanto.
A la criada de Doña Ramira la Marquesa, -que ni es
marquesa ni gallo que le cante, pero que es la única que tiene más de una vaca
y varias carretelas de labor- le faltó tiempo para ir a cacarearle a su “Ama”
la llegada del Cura. Y a la “Marquesa” le faltó tiempo para salir a la puerta
de su casona, la que pega con el aguadero, para homenajear al recién llegado.
No tenía, sin embargo, el genio Don Gedeón para zalemas
de ricachas, y cuando Doña Ramira le agarró mano, él le atizó un empellón que
le quitó el aliento al tiempo que bramaba:
- Pero ¿es que ningún infiel me va a decir dónde está la
Iglesia?
El desaire a una lugareña tan de respeto como Doña Ramira
no nos sentó bien al paisanaje. Pero aún estábamos por darle un respiro al clérigo
y, haciendo de tripas corazón, le
agarramos la maleta y el montoncillo de libros atados con un cordel que traía
como equipaje y, sin decir palabra, cruzamos hasta el otro lado de la Plaza por
delante del ensotanado, indicándole con el gesto la Iglesia y la casa parroquial
que hay pegada a ella.
La Aldea, quitados los establos desperdigados por los
prados del valle, no es mas que la Plazuela, ceñida por una veintena de casas;
así que no le había dado tiempo a Don Gedeón a secarse las sudores del bochorno
cuando ya estábamos en la casa de Dios y del Cura, ambas dos sombreadas por el
frondoso castaño, en el que se cuenta que a Maruja, la Santera, se le apareció
la Virgen un año antes de la Guerra para prevenirle de las hambres que luego
habían de venir, y pedirle que conjurara a los vecinos para que le dieran
matarile a cualquier miliciano que se acercarse por los alrededores.
Nadie ha visto las apariciones, pero el árbol es tan
sagrado para nosotros que no hay uno que no se santigüe ante él con la misma
reverencia que ante el mismísimo San Roque, el único Santiño que desde siempre
tenemos.
Don Gedeón se quedó pasmado mirando las santiguadas, y
torció el gesto cuando le contamos lo de las aparecidas.
–¡Árbol sacrílego! Eso lo arreglo yo- le oímos mascullar
para sus adentros; pero en ese momento no le echamos cuentas al dicho ni
barruntamos la calamidad que se cernía sobre nosotros los parroquianos, en el manifiesto
enojo del Cura.
-La Iglesia, –dijo parcamente uno de los vecinos
señalando los rezumantes y umbríos muros del conjunto Templo/casa de cura.
Don Gedeón se puso del color de las mismísimas berzas y,
ajustando la vista al brusco cambio de luz que forzaba la sombra del Castaño,
se asomó al interior del recinto sin conseguir distinguir nada más que la
hornacina de San Roque, nuestro Santiño, que, por estar más alta, recogía la poca
luz que entraba por la tronera. Inició un santiguarse que no acabó, al darse
cuenta de que la falta de candela indicaba ausencia de Santísimo que lo velara
y, volviéndose a sus recién estrenados feligreses, enojado a ojos vistas, gritó
con toda la fuerza de sus incultos pulmones:
- ¿Y “ése”?, -dijo señalando al pobre Santo, nuestro veneradísimo
SanRoque, que de toda la vida de Dios ha llevado la mano como se la pudieron en
el santoral. Aunque nosotros queríamos entender al Cura, porque con alguien
tenía que desfogarse-, tal parece que se esté rascando sus..., “bueno..., ahí
mismo”. Si esto es una Iglesia que venga Dios y lo vea.
-¡Dios y lo vea...! ¡Dios y lo vea...! ¡Dios y lo vvveeeaaa...!, -fue
repitiendo el eco desde lo mas alto las montañas que rodean la Aldea, hasta
llenar todo el valle con aquella interjección.
Los vecinos estábamos confundidos, sin saber si
afligirnos con el despecho del Cura o renegarlo
por el desprecio hacia nuestro Santo.
Don Gedeón, en medio de silencio, se quedó como en
suspenso, escuchando el eco de su propio bramido, y calibrando en sus escasas
luces si no sería el mismísimo cielo quien le afeaba lo que más parecía una
blasfemia que una queja. Pero, reponiéndose vivamente de su momentáneo
desconcierto, volvió a gritar:
-Lo primero es cortar ese follaje que le quita vista a
Dios. –Y señaló el castaño levantando un brazo fornido que, enfundado en los
estrechos límites de la manga sotanera, competía con las ramas más añosas del
viejo árbol.
Los Paisanos nos miraron unos a otros confusos y
acongojados. No nos cuadraba en boca de un cura lo del “follaje”, que tan
malamente suena en nuestra tierra, pero no nos atrevimos a rechistar, no fuera
que la confusión estuviera en nuestro hablar gallego y no en segundas
intenciones de aquel “castellano”. Lo que sí que comprendimos fue que las
intenciones del Párroco eran tan maliciosas como para pretender talarle a la
Virgen su sitial en el viejo castaño y eso, no sabíamos bien cómo, pero no lo
íbamos a consentir. Más, desde el principio supimos que no era cosa de entrarle
de frente a Clérigo tan bravío, y estábamos en buscarnos algún rodeo cuando el
Alcalde pedáneo, salvando la situación, se adelantó y dijo camastronamente como
buen gallego:
-Verá Vd., señor cura..., vistas, vistaaaas..., lo que se
dice vistaaas..., pocas puede pretender quien aquí no vive.
Don Gedeón miró al hombre torvamente, me pienso yo
que sin poder calibrar el significado preciso
de sus palabras; arrellanó firmemente sobre la yerba seca sus rollizas piernas
abiertas y, poniendo en jarras su abundante estampa, le berreó:
-Muy burro hay que ser para no saber que Dios está en
todos sitios.
-Pues burro he de ser, Padre; pero, si está en todos
sitios, pocas vistas puede quitarle un castaño más o menos a quien todo lo ve. Aunque...,
-el hombre titubeó maliciosamente-, de lo que le hablo... ¡Padre!, -e hizo
sonar lo de “padre” con sospechosa sumisión,- es que ahí “adrento” no hay dios
ni la madre que lo parió. Que antes de que le dieran los oleos a Don Bonifacio,
el pobre nos repartió las pocas hostias que le quedaban, y ya no le quedaron
alientos antes entregar el alma para reponernos mas cuerpos de Cristo. Luego,
con lo de los kiries y el entierro,
el Arcipreste ni se acordó de meterse en hostias nuevas. Y como desde el
entierro hasta hoy no ha pisado la Aldea otra sotana, pues... ¡vamos! Que
Dios..., lo que se dice Dios hecho hostias... no ha vuelto a merodear por el
Valle desde que Don Bonifacio entregó la cuchara.
Parece que alcanzó a comprender Don Gedeón, dentro de la
brumas de su rudo entendimiento, que lo que el cazurro le contraponía para
salvar al árbol era la ausencia de Santísimo en la maltrecha Iglesia y, atajando
a su manera el tropiezo, entró como una exhalación en el interior, se abalanzó
sobre la remendada cajonera que hacía las veces de sagrario, y extrajo una
cunca[1] de loza que había dentro
mas vacía que sus entendederas.
-¿Dónde están las hostias?, -bramó saliendo a la puerta y
agitando aquel copón de
alfarero.
Nosotros, que estábamos todos a una cuchicheando y
secreteando, representándonos la calamidad que nos había caído del cielo, lo
miramos desazonados haciéndonos cruces de la falta de alcances del Cura y,
echando mano de nuestro aguante gallego, le azuzamos otra vez al Alcalde para que
se tomara la pena de responder:
-Que ya le dijéramos[2], ¡Padre!, que su
antecesor, con los últimos alientos que le quedaban antes de dar las boqueadas,
repartionos a cachos el cuerpo de Cristo que tenía, y que desde entonces aquí
nadie consagró ni repártense mas hostias
que las que les da el maestro a los rapaces con lo de la tabla de multiplicar.
Pero, si su reverencia así lo quiere, -siguió conciliador mirándole al Cura el
índigo del pescuezo-, a falta de otra cosa, siempre podemos acercarle un cacho
de borona[3] con que apañarse de
momento...
No había acabado de decirlo, cuando el Alcalde, viendo la
ferocidad que iluminaba la cara del Presbítero, reparó en su metedura de pata.
-¡Buena sea la borona para los fines de Dios!-, dijo,
para nuestra extrañeza, el Cura tomando el mendrugo de pan apelmazado y
amarillento que le alargaba Carmeliña la beata, presurosa ella, que veía
finalmente cumplirse sus ensueños de toda la vida de que le bendijeran alguna
vez el pan que amasaba con aquéllas sus manos llenas de sabañones.
Allí mismo le echó el Cura las consagraciones a la
regaifa, con la cara esclarecida, como si entrara un éxtasis; y seguidamente,
tomándose el tiempo justo de guardar el pan bendito y encender el único candil
que colgaba de un gancho lateral del altar, salió al rellano y gritó:
-Ya está Dios en el nido. Ahora a desmochar el álamo y a
darle vistas al Santísimo.
Un murmullo de inquietud recorrió el corrillo de vecinos.
Hacerle frete a un hombre de Dios no era cosa vista en la Aldea desde que,
siguiendo las amonestaciones que la Virgen le diera a la Maruxa, echaron a
palos a dos o tres milicianos que llegaron al inicio de la guerra renegando de
curas y de iglesia. Allí siempre habíamos sido gente de Dios y de orden, y no
era cosa de ponerse a mal con los ministriles del cielo. Pero tampoco íbamos a
consentir que le quitaran el sitial a la Santísima Virgen, por si la Señora
tenía a bien volver a visitarnos, tal como le anunció a la Santera antes de
hacernos el feo de irse sin despedida.
En medio de aquella desolación, y para ganar tiempo,
volvió a terciar el Alcalde:
-Mire usted, Padre: el “alcornoque” tiene redaños de
tantos soles que ha visto y la tarea no es coja. Echándose está la tarde, y no
íbamos a ultimar la tarea ni poniéndonos todos a la trunca; conque, si a usted
no le incomoda ni le obsta, empezamos mañana la tala con la fresquita de la
amanecida y así nos da alientos para descansar.
No era Don Gedeón hombre de posponer sus avenates; y,
para mayor INRI, algo en su interior le decía que aquella mención al
“alcornoque[4]”,
para referirse a lo que sin duda era un castaño, tenía más corteza que miga. Un
regüeldo de rabia se le subió a la cara recordando al Preceptor del Seminario
de Valladolid, que siempre se dirigía a él con ese apelativo: ¡Alcornoque!
Mal había empezado con su nueva feligresía. Pero no era
cosa de liarse a mamporros el primer día de la conocencia. Así que, aceptando de
mala gana la proposición, entró en la “casa parroquial”, y desde uno de sus dos
postigos, pudo ver a los paisanos disolverse entre las brumas de la anochecida,
que rodaban, montes abajo, como bolas de vaho de puchero borboteando en fogón
de hogar.
Poco a poco, las sombras de la noche se le metieron en la
casa y en el resuello y, en medio de la oscuridad, le asaltó una vez más, como
tantas veces había pasado en las soledades del helado Seminario castellano, una
desazón muy parecida a la tristeza; volvió a sentirse como se había sentido en
el vetusto caserón vallisoletano; como se había sentido toda su vida desde que
tenía recuerdo, cada vez que anochecía: desterrado en una tierra de nadie donde
no había para él mano de madre que lo arropara, ni cuerpo de hembra que desear.
-Será la humedad y el frío de estas tierras que se me
está metiendo en los huesos-, trató de consolarse para sus adentros el hombre.
Pero mañana, -dijo en voz alta dirigiéndose hacia la pared medianera de la iglesia, mientras se santiguaba conjurando sus temores
nocturnos-, tendremos leña para encender una buena lumbre que aleje las penas
que traen los fríos y las sombras de las noches; y a Ti, Dios mío, no te hará
sombra la injuria de un árbol sacrílego.
Y se dispuso a dormir con el estómago tan vacío como el
alma.
Estaba ya arrebujando el sueño cuando, al poco rato,
llamaron a su puerta, y cuando la abrió de mala gana, se le colaron nariz
arriba los efluvios de un sopicaldo humeante y un pedazo de bacalao, “de parte
de la Señora Marquesa”, -dijo la sirvienta- que, aunque amansaron el escozor de
sus malos recuerdos y sus angostas soledades, le alertaron sobre posibles
fullerías vecinales para desganarlo de la corta del árbol.
-Que dice el Ama que Dios le guarde el bandullo por esta
noche con este viático, hasta que usted se apañe lo preciso para el condumio.
-Pues dile al “Ama”, -contestó con voz zumbona-, que Dios
se lo pague en lo que más le urja.
-¡Ay Señor; que el cielo no escuche!, -exclamó la criada
haciéndose cruces por toda la delantera-. ¡Dios no quiera darle lo que más le urge a la
Señora Marquesa! Que la presencia del Amo está todavía caliente en su catre, y
se iba a levantar la losa de su tumba de tanto crecerle los mogotes en la
calavera.
El Cura hizo como si no la oyera la maledicencia de la
criada y, recordando quizá su encontronazo de aquella tarde con la “Marquesa”,
trató de reconciliarse, aunque fuera con tan deslenguada mensajera, adelantando
hacia la muchacha su mano velluda. La mujer hizo ademán de besar la mano
extendida del Cura; pero, recordando el desaire que había sufrido su Ama, aparentó
no percatarse de la ofrenda y se alejó mascullando para sus adentros la gloria
de su venganza.
Antes de cerrar la puerta, alcanzó a ver Don Gedeón que
un hombretón, con una inmensa guadaña terciada sobre las rodillas, dormitaba
apoyado contra el tronco del castaño, arrebujado en un ropón pardo, lo que le
abrió en la sesera una brecha de desazón, sospechando que la función de aquel
prójimo no era otra que la de guardar con su vida la integridad del árbol
impío.
*
No habían empezado aún a alzarse los ruidos del amanecer
en el valle cuando salió Don Gedeón de su casa, con la sotana remangada hasta
la cintura, esgrimiendo un hacha que encontró en el henil, y dispuesto a
empezar la tarea de ultimar al tupido castaño bajo el que desaparecía su miserable
Iglesia. Pero, antes dar dos pasos, pudo ver a los paisanos disponiendo en
torno al árbol una rotonda de tenderetes y cachivaches que le impedían llegar
hasta el mismo.
-¡Ay, Padre!, que olvidósenos mentarle el hecho. Que hoy
en la Aldea es la feria de las berzas; una de las más principales que tenemos
por aquí..., -le dijeron unos y otros mientras se afanaban en la tarea de
exponer los repollos sobre improvisados mostradores hechos con cajones viejos.
Todo el día
nos pasamos los vecinos trajinando como pudimos en torno al árbol, en tanto que
el Cura le dirigía miradas asesinas, y los demás cuchicheaban entre ellos con
evidente malicia. Y, cuando el Párroco se acercaba más de la cuenta al añoso
tronco, lo rodeábamos entre varios, le pedíamos su bendición para alguno de los
tenderetes más alejados sin demasiado entusiasmo, o le tentábamos las hambres
destapando algún puchero donde se cocían el lacón y las berzas[5]. Lo que no vio el Cura en
todo el santo día fue que alguien comprara o vendiera una sola de ellas.
Se resignó
finalmente a aplazar la tarea para el día siguiente.
Pero al día siguiente, cuando echó pie a la calle, ya
habíamos adornado el árbol con velas y cintas; con estampas y con ramos de
brezo y de cantueso. Y a su alrededor, todas las mujeres de la Aldea nada mas
verle asomar las pelambres por la puerta de la casa parroquial, empezaron a cantar,
a voz en grito, dirigidas por Maruxa la Santera:
-¡Aveeee....!, ¡avé.....!, ¡ave Maríaaaa....!,
-¡Aveeee....!, ¡avé.....!, ¡ave Maríaaaa....! Canto que duró todo el día hasta
el descanso del sol y de los gaznates.
De nuevo
desistió a regañadientes aquel día de su empeño leñador. E igual sucedió en
días sucesivos.
Pero la ira iba creciéndole dentro como la mala yerba en
la misma medida en que a nosotros nos crecía el ingenio para evitar la tala de
nuestro árbol sagrado.
Cada amanecer, cuando salía Don Gedeón de la casa
parroquial, dispuesto a hacerle hueco al sol para que entrara en su Iglesia, se
encontraba con nuevos obstáculos que le aflojaban sus renovadas ansias de luz.
Un día era la matanza de los cerdos que había que destripar colgándolo del
castaño; otro la espera del paso de las palomas, que los cazadores del valle “siempre habíamos hecho acurrucados en
el ramaje del castaño”, armados con nuestras escopetas, aunque no se disparara
ni un tiro en todo el día ni nos sobrevolara pichón o zurita; otro más era el
día de los pimpollos, en que, según le aseguramos, llevaban siglos los mozos de
la Aldea colgando del árbol sus declaraciones de amor para sus novias y
cantándole los mayos desde las ramas como jilgueros desplumados. Y así cada jornada,
hemos tenido que apretar el ingenio tanto como del Cura se aplica en perseguir
nuestro árbol, llamándolo pecador, engendro de Leviatán y otras lindezas.
Si creíamos
que con nuestras mañas cotidianas podríamos doblegar las intenciones leñadoras
del Cura, nos hemos confundido. Don Gedeón es demasiado bestia como para
dejarse vencer en sus propósitos. Ha pasado casi un año, y en la Aldea estamos
consumidos y se nos está secando el magín. Tampoco el Cura está tan fresco.
Pero, lo de esta mañana...
Esta mañana la guerra ha roto aguas. Ha salido Don Gedeón
a la puerta de la Iglesia pero, para nuestra sorpresa, no iba armado de su
inseparable hacha, lo que, por poco tiempo, nos ha dado alientos.
Ha mirado al castaño torvamente y, cuando ha visto sus
ramas envueltas en medias y calcetines, -que ya no sabemos ni qué inventarnos-,
sin dar tiempo a que le explicáramos la nueva picardía nos ha espetado:
-Si vosotros le quitáis el sol a Dios, Dios no quiere que
tratéis con sus santos. Así que ¡mañana no hay procesión!
La noticia ha caído en el vecindario como jarro de agua
fría. Siete meses llevábamos los vecinos ensayándonos para la procesión del día
anterior a la Fiesta Grande.
Como en la Aldea no hay más que un solo Santiño, nuestro
SanRoque, tenemos por costumbre sacarlo de procesión en cualquier fiesta
apañándolo para el lance. En Semana Santa le ponemos ropones morados y vamos
detrás tocando por turnos los dos tambores y la cornamusa, la única gaita del
Ayuntamiento. Por las Navidades, para la misa del gallo, le ponemos un NiñoJesús al lado
del perro, encima de un montón de heno; y a él le ponemos barba de algodón y
una vara de avellano como si fuera un SanJosé,
y lo procesionamos alrededor de la Plazuela después de la nacencia de media
noche. En el mes de los rosarios de la Aurora, la Maruxa nos presta su estampa
de la Virgen de Fátima, esa que se trajo de su peregrinación a Portugal, y la
colgamos de un estandarte que hizo la del Chantre con un pedazo de damasco
rematado con cinta de grogrén, y que va delante del Santiño por toda la Aldea,
mientras cantamos lo de: “...el demonio a la oreja te estáaaaaa diciendo, no
reces el rosario-sigueee dormiendoooo...”.
Un año probamos a ponerle en las andas una rapaza vestida
de NiñaMaría; pero, a esas deshoras
de la madrugada, se durmió la mocosa, se nos cayó de las angarillas y se
descalabró sobre el suelo de mala manera. ¡Vaya!, que no hubo una desgracia
mayor porque el San Roque no lo quiso.
Pero procesión...,
procesión, ¡lo que se dice procesión con el santo en cueros y haciendo su papel
de San-Roque auténtico...!, de esas no tenemos una de verdad hasta que no llega
la Fiesta Grande del día del Santiño y, sin mas ropones que los suyos propios
pintados sobre el madero de que está hecho, nos lo llevamos de romería el día
entero a la campa del río, donde asamos sardinas, bailamos muñeiras y jotas y
nos bebemos el orujo del año. Y esa procesión, -que la Virgen me perdone por
mentarle su podio-, es para nosotros tan principal como el mismísimo árbol
donde la vieron aparecida.
Cuando Don Gedeón se ha metido en la Iglesia dando un
portazo, el Alcalde nos ha convocado de urgencia en el Ayuntamiento, y allí nos
hemos ido todos, menos un retén que se ha quedado por si el Cura aprovecha la
ausencia para talarnos el Castaño.
Estábamos desalentados.
¡Vaya, para no mirarnos! Hasta que, desesperados, hemos
acordado ir mañana por las bravas a la Iglesia y sacar al Santiño en procesión
y llevárnoslo de romería por las buenas o por las malas.
*
¡Como si no
conociéramos la burrería de Don Gedeón!
Cuando hemos
llegado a la puerta de la Iglesia esta mañana, con las parihuelas tan bien
enlucidas y dispuestas para encaramar al Santiño, nos hemos encontrado al Cura
cerrándonos el paso con su corpachón de becerro, despatarrado, con los brazos
en jarras en su presencia favorita, el hacha colgándole de una mano, cara de
fierabrás y mas tieso que un pilote de granito.
-Venimos a por nuestro Santiño, -ha dicho el Alcalde que
se había vestido de guapo para la ocasión, y hasta se había puesto su banda de
color rojo y sus zapatos de cordones.
-¡El que sea hombre que se acerque!, -ha respondido el
Cura blandiendo el hacha que, ventoleada en el aire, parecía liviana como una
espiga-. O se corta la espesura de las apariciones paganas o el Santo no se
pasea.
Hemos hecho intención de avanzar hacia la Iglesia en
caterva, como teníamos convenido, pero el Reverendo se ha abierto de brazos, ha
amagado la cabeza, ha bufado como los bueyes cuando les entra el celo, se le ha
hinchado el pescuezo de esa manera que a él se le pone, y ha gritado para que
todo el valle lo oyera:
-¡Por el mismísimo Santiago que reto a duelo al que
quiera sacar al San Roque de su casa hasta que no se le den vistas y le quiten
el estorbo del follaje!
Cada vez que Don Gedeón nombra lo del “follaje” se nos
suben las vergüenzas a la cara. Y esta mañana, en semejante follón, nos ha
resultado principalmente indecoroso.
Pero lo peor ha sido lo de retarnos a duelo. Lo del reto
ha paralizado a mis paisanos.
Quedarnos sin procesión es lo más grave que nos ha pasado
aquí, y ganas nos han dado a grandes y chicos de entrarle al trapo y partirle
el alma a este Cura impío. Pero enfrentarse a hachazos y vapuleos con un Ungido
es cosa de pensárselo. Que dicen que hasta las almas en pena de la Santa
Compaña[6] agarraron de los pelos a
los que aspaban curas en tiempos de la Guerra y los engancharon a la cola de su
desfile de descarnados. Y, recordando esos decires, el Alcalde ha reculado
murmurando algo así como “te vas a enterar”; y ha convocado otro pleno de
urgencia en el Ayuntamiento después de rifar los puestos de retén junto a
nuestro árbol.
Todos estábamos corridos y melancólicos hasta que al Alguacil
se le ha ocurrido la idea.
- Que dígole yo, Señor Alcalde, que podíamos vengarnos
con....-Y ha expuesto lo que, según él, le ha revelado en sueños la mismísima
Virgen colgada del castaño en mitad de la niebla.
¡Bendita sea la hora en que se le ha ocurrido! Hoy nos
vamos de romería aunque sea sin el Santiño; pero mañana... ¡Mañana nos las paga
este Cura perverso! Por todo lo que nos tiene hecho pasar durante estos meses,
y por privarnos de que San Roque nos vigile el baile y el vino.
Mañana, para la Fiesta Mayor, vendrá el Arcipreste a
concelebrar con el Párroco y a embelesarse con el canto de la Misa de Gloria,
que dicen que ya solamente en esta Aldea se sabe cantar. Mañana vienen de todas
las aldeas a escucharnos los “Glorias”, y es el único día del año en que la
cestillo de la limosna no abarca lo que la gente echa.
¡Y Mañana se va a enterar Don Gedeón de lo que vale un
peine!
*
A las siete de la mañana el Alguacil ha tirado el cohete,
anunciando la llegada de “La Errante”,
para que saliéramos a ayudar a encaramarla al árbol. “La Errante” es una campana, de propiedad del Arcipreste, que el
buen Padre se compró de segunda mano en un mercadillo portugués cuando lo del
estraperlo, para prestársela a las Aldeas de su gobierno que carecen de
campana. La lleva con él de un sitio a otro, encima de su camioneta, y bien
puede decirse que las fiestas de cada aldea sin campana empiezan cuando llega
“La Errante”. En nuestra Aldea siempre empezaba con la procesión del Santiño,
en día anterior a la Misa de Gloria, pero este año...
A las once y media en punto de la mañana has empezado a
sonar “La Errante”, llamando a misa a
la feligresía. Al segundo toque, ya estábamos todos alrededor del Castaño,
mirando de reojo hacia el interior de la Iglesia; y al tercero hemos entrado
como si allí no hubiera pasado nada, lo que, conociendo como conocemos ya al
Cura, y conociéndonos él como nos conoce, de seguro que le ha metido el gato en
el cuerpo a pesar del aguante que tiene.
No había pasado un minuto cuando han salido los Prestes
al altar, en fila ellos, y ataviados de Misa de Gloria, brillantes como fondos
de caldero de cobre. El Arcipreste delante, con sus manos cruzadas y los ojos
embobados hacia el techo. Don Gedeón detrás repartiéndonos miradas aviesas y
avisadoras. Nosotros, bien convenidos como estábamos, hemos saludado
fervorosamente el introito con sus cantos correspondientes y que les ha sacado
el regusto a la cara de los celebrantes.
El Arcipreste se ha vuelto obsequioso hacia Don Gedeón
haciéndole un signo de asentimiento, como si le estuviera felicitando o como si
le estuviera reprendiendo pacientemente por pensar mal de sus parroquianos; que
de seguro que anoche, mientras cenaban, le contó de nuestras querellas por lo
que oyeron los del retén, desde su puesto de guardia, salir por el postigo.
Para hacerle justicia, entre pelotera y pelotera, Don
Gedeón nos ha ensayado unos gorjeos nuevos en los kiries del gregoriano de esta misa que dejan sin habla a quien
óyenos cantarlos. Que hasta han venido curas y vecinos de varias aldeas
contiguas a las que, valle arriba, les llegaba el eco de los ensayos, para
oírnos la misa entera, y está la Aldea de bote en bote como nunca se había
visto.
Don Gedeón, que ha empezado la celebración con miradas
torvas y recelosas, ahora se pavonea “a carallo campante”, afollado como cola
de pavo real, viendo que contestamos y cantamos como un buen rebaño de borregos
siguiendo a su “Pastor”.
- “OREMUS”
Populum tuum, quáesumus, Dómine, contínua pietate custódi: et beati Roooochi
suffragántibus méritis....
Cuando ha
nombrado a nuestro Santiño en su oración propia, alzando la voz y las manos
hacia la hornacina, ganas le he visto al Alcalde de tirarse al cuello del
Clérigo; pero ha sabido contenerse, porque lo acordado es lo acordado. Y el
tiempo de nuestra venganza se acercaba. Ya no faltaba nada para los Kiries, que
era nuestro momento...
El vozarrón
de Don Gedeón se ha elevado con esa fuerza y ese primor que no le amparará en
otras cosas, pero que es una gloria en el canto:
-
¡Kiriíéeee...éeéeéeeeeeeee....éeéeéeeee...éeéeéeléeeisóooooooon...!
¡Nosotros
callados! ¡Ni esta boca es mía!
Don Gedeón
ha agitado una mano nerviosa a su espalda como arengándonos.
…
¡Ni pío!
El Arcipreste, como si saliera de un embelesamiento
místico, se ha removido inquieto lanzándonos severas miradas recelosas.
…
¡Silencio!
La gente de las Aldeas vecinas ha empezado a murmurar a
nuestras espaldas como si hubieran soltado en la Iglesia un panal de abejas.
…
¡Nosotros, como muertos!
Don Gedeón ha vuelto a repetir otro sonoro “kiriéeeeeeeeeeeeeee....” por si con él
podía arrancarle a nuestras entendederas la respuesta tantas veces ensayada.
…
¡Nada! Como si no lo oyéramos.
Después de tres o cuatro nuevos “kiries”, cada uno de
ellos más feroz y avizorante, Don Gedeón nos ha plantado cara. Se ha puesto en
jarras, abultando por todos sitios la blancura brillante de sus vestimentas; ha
hinchado el cuello; ha lanzado el último y más fiero de sus “kirieeeeeeeee...”, esta vez con voz rota
por la ira, mientras salíanle chispas por los ojos y, antes de echarse a llorar
como un mocoso, con jipidos que nos han roto el alma, se ha vuelto hacia el
Arcipreste y le ha gemido con el vozarrón quebrado y lastimero:
-¿Lo ve usted? ¿Lo está viendo su Eminencia? ¡Si es que
son unos pecadores toreando sotanas a las puertas del mismísimo infierno!
Gaviola de
Aznaitín
[6] Santa Compaña: desfile
de muertos que merodean por los bosques gallegos poniendo a la cola a quien
llega a verlos de forma que, cada vez que añaden a un nuevo integrante, el
primero deja de ser un alma en pena.
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