NOTA SOBRE
EL JUEGO DEL BINGO
El Bingo,
(o la antigua “lotería”), se juega con cartones en los que se contienen 15
números en cada uno de ellos, (entre el 1 y el 90). Hay dos premios en cada
partida, el de Línea, al primero que rellena una línea horizontal; y el
de Bingo al primero que rellena la totalidad de los 15 números. Los
premios se integran por un porcentaje sobre la cantidad recaudada de la venta
de los cartones, siendo la línea un porcentaje mínimo y el Bingo el más
importante. El premio de Bingo acumulado se integra por la reserva de un
tanto por ciento de cada jugada que a veces consigue cantidades desmesuradas, y
se lo lleva quien cante bingo antes de que se haya extraído determinado número
de bolas, (entre las 40 y las 42).
I
ENTRÓ en la sala con la disimulada urgencia de cada tarde.
Le bastó una mirada para comprobar que la primera jugada estaba cubierta por
las mismas personas que la noche anterior habían cerrado el local al borde de
las tres de la madrugada, y se sintió reconfortada, casi como en familia.
Le gustaba el ambiente a esa primera hora, cuando aún el cristal de las
mesas se encontraba limpio de huellas, que después se iban acumulando, a lo
largo de la noche, hasta hacerse espesas y sólidas sobre sí mismas. Por otra
parte, eran los únicos momentos en que el juego se hacía íntimo,
casi místico; de verdaderos fieles intensamente entregados a su afán diario,
con toda la frescura y lozanía que el reciente descanso les había propiciado, y
todavía sin el acoso de ese sordo temor al dinero gastado poco a poco en
esperanzas inútiles.
Compró un solo cartón para recrearse en la tarea de
señalar los números con esmero y delicadeza, sin prisas por encontrarlos o por
tener que distinguir si tenía o no repetidos. Mientras tanto, se
concentró en el pequeño placer del café con leche que, como cada tarde, se
ofrecía gratuitamente a los primeros jugadores, y paladeó el pastelillo que lo
acompañaba como si en ello le fuera la felicidad de ese día. Sabía sobradamente
que aquella sensación de sosiego se acabaría a no tardar mucho, cuando
llegaran los ruidosos bebedores de la noche, los jugadores incontrolados y
vociferantes que ponían un punto de vulgaridad en los descansos, y quiso
aprovechar la levedad entrañable del momento.
En el panel
luminoso parpadeaban los números según iban siendo cantados, y verificó que
permanecía intacta la cifra millonaria que la anterior madrugada había quedado,
una vez más, como promesa de las venturas perseguidas en cada jornada. Ella sabía
de sobra que no podía haberse cantado el Bingo acumulado porque fue la última
en abandonar el local; pero, a pesar de saberlo, se recreó de nuevo en
comprobar la cuantía, mientras comenzaba, como siempre, el ensoñamiento
de proyectos para cuando le tocara. Porque de lo que no tenía duda es de que
algún día iba a tocarle aquel bingo acumulado a ella; precisamente a ella. Por
algo iba religiosamente cada tarde, a primera hora; y se administraba; y
alargaba como podía el dinero hasta que se anunciaba por la megafonía lo de
"esta-será-la-última-partida-de-la-noche". Por algo cada mes
calculaba y recortaba gastos hasta el infinito para poder ser fiel a la
obligatoria e ineludible tarea diaria que se había impuesto. Era físicamente
fatigosa, y económicamente excesiva, pero sabía que, ni aún ahorrando toda la
vida lo que allí se gastaba cada tarde, jamás podría llegar a reunir la
cifra del bingo de sus sueños.
Al
principio -de eso hacía ya meses- si la tarde iba mal y el dinero escaseaba,
dejaba de jugar una o dos manos, entre partida y partida, sintiendo el corazón
latirle duramente en esas ocasiones, desde las sienes hasta la boca del
estómago, cuando el cartón que le hubiera correspondido, vendido al vecino de
mesa, y estrechamente vigilado con la mayor discreción de la que era capaz,
empezaba a llenarse alarmantemente. Hasta que una tarde, en la que había
empezado a jugar a dos cartones animada por la inesperada abundancia de
un mísero bingo cantado la noche anterior, decidió volver a su habitual y único
cartón de siempre en el momento que el montoncillo de monedas empezó a
reducirse con mayor rapidez de la deseada. Apenas empezaron a cantar, comprobó
con espanto la celeridad con que se llenaba y emborronaba "su"
cartón, vendido a la mujercilla gris y enjuta que tenía a su derecha.
Cantó la mujer línea, “su línea”, en la bola 11, lo que le causó un violento
vacío en el estómago. Y, antes de la bola treinta, vio que el único número que
quedaba por salir para completar el cartón era el 27. Ya no tuvo alientos nada
más que para lanzar miradas desesperadas hacia los distintos monitores
repartidos por toda la sala, en los que iban apareciendo los números antes de
ser cantados. Después de cinco bolas, vio rodar sobre sí mismo el 27, como una
peonza enloquecida, como una burla cruel y torturante que le empotró una nausea
casi incontrolable en las entrañas, mientras que su vecina chillaba
esperpéntica un bingo desgarrado y millonario. Controló como pudo las
palpitaciones enloquecidas que la trastornaron repentinamente y, echando mano
de aquel dominio que le habían enseñado en el rígido y distinguido colegio de
su infancia, felicitó discretamente a la escandalosa afortunada que ahora
hipaba histérica, informando a toda la sala sobre sus miserables proyectos, y
siguió jugando mecánicamente un cartón más entes de abandonar la sala, como por
obligación, sin emoción alguna, disuelta en aquella nefasta tarde,
con una amargura infinita, propia de quien destroza su futuro por una
frivolidad mal calculada.
Desde entonces, acudió a todos los trucos y medios a su alcance antes de dejar
de jugar una partida o de cambiar el ritmo de juego iniciado.
No
había terminado aún el café y, cuando tenía la boca llena con el último bocado
del pastelillo, la sorprendió una línea completada con tres números que
salieron correlativos; así que, ante la imposibilidad de levantar la voz,
levantó el brazo, agitando el cartón enérgicamente, y pudo comprobar las
ventajas de la escasez de jugadores cuando una de las vendedoras la relevó de cantar
el premio haciéndolo ella con voz chillona que retumbó en toda la sala. Eran
apenas mil pesetas las que venían a engrosar sus previsiones para aquella
tarde; pero, buenas eran. Empezaba bien.
El juego fue haciéndose monótono y, arrullada en el
tedioso canto de los números, se entretuvo en repasar por enésima vez sus
proyectos. Lo primero pagar la hipoteca. ¡Eso lo primero! Era su sueño dorado,
su deseo más desesperado y urgente: tener, por fin, SU casa, donde terminar de
envejecer en paz y sin el miedo al asilo o el terror a la indigencia callejera.
Recordaba su infancia con profunda nostalgia. Había sido tan hermosa…, tan
ajena a cualquier escasez o incertidumbre…, tan abundante material y
afectivamente, que le parecía mentira haber salido de ella con tan poca
rentabilidad. No fueron buenos los negocios del padre, aquel hombre jovial y
espléndido que la rodeó de infinita ternura. Y la ruina la dejó sin padre
y sin herencia. Tampoco fue buena elección la de su hombre. Amor sí hubo,
sí, pero reconcomido por un escaso sueldo que todo lo enturbió, hasta que,
cansado de fracasos, de reproches propios y ajenos, y profundamente amargado,
decidió empezar una vida nueva en la que no había sitio para ella. Y le dejó
como recuerdo del paso por su vida un hijo sin futuro, una pensioncilla
menguante y una casa hipotecada donde, a duras penas, había podido esconder
malamente sus amarguras, acosada por el miedo permanente a que un mal
encuentro con la pobreza definitiva le quitara hasta su casa. Difícilmente pudo
mantener la dignidad de su apariencia y de su vestimenta mediante una actitud
lejana con el vecindario. Y, quitándose de la boca lo más preciso,
consiguió dar estudios al hijo a quien se dedicó en cuerpo y alma desde
la separación del marido. No supo bien cómo sucedió, pero el hijo dejó de ser
un niño de un día para otro, tan deprisa que no le había dado tiempo ni a
darse cuenta de que se quedaba sola. Ahora hacía un año que el chico se había
empleado, quedándose sin tiempo ni para dedicarle algún domingo. Se fue a la
capital y ya no volvía más que dos veces al año; pero era ley de vida, pensó
con nostalgia, recordando cómo ella misma abandonó las visitas a su madre
empeñada en sacar adelante su obstinado enamoramiento.
¡El hijo! Un escalofrío hizo vacilar su mano cuando apuntaba el 81 al pensar en
su hijo. Tan querido y tan lejano en la distancia y en la manifestación
de sus sentimientos.
Cuando era joven, ella misma había impuesto la norma de no "descomponer el
gesto por arrebato emotivo alguno". Le parecía de mal gusto exteriorizar
los sentimientos hasta el extremo de rechazar fríamente al niño cuando se
arrojaba a sus brazos con toda la violencia de su alegría infantil. Ahora no
podía quejarse. Tantas veces había frustrado las caricias espontáneas, y afeado
los gritos de regocijo del pequeño que, finalmente, había conseguido educarlo
en una compostura rígida y sin fisuras. La misma que ahora le traspasaba el
alma cuando, en las escasas veces en que se veían, el hijo respondía a sus
brazos tendidos con un leve gesto lejano, desabrido y frío, carente de
cualquier emoción.
El hijo
quería casarse con una chicuela callada y distante, de pelo dorado y piel
acalorada. El hijo estaba ahorrando para casarse porque no quería empezar su
vida de matrimonio con las estrecheces que habían vivido sus padres.
Alguna vez, el hijo le había mandado un poco de dinero, -"para
compensar", decía. Y bien que le venía para su plan. ¡Si él
supiera! Porque, cuando le tocara el bingo acumulado, como tenía previsto,
después de pagar la hipoteca, -¡eso lo primero!-, todo sería para el
hijo. Para la boda del hijo. Para la casa del hijo. Para el futuro del hijo.
¡Otra
línea! Distraídamente había cantado otra línea, esta vez de cuatro mil pesetas.
La tarde se mostraba generosa, e incluso podía permitirse el lujo de
comprar dos cartones durante un rato, pues, según sus cálculos, esa tarde había
llevado dinero para jugar sin aprietos hasta la hora del cierre, y esta línea
inesperada le daba para jugar una hora el día siguiente, o para jugar ahora a
dos cartones durante una hora. Recordó, sin embargo, con verdadero terror, lo
sucedido el día de la mujeruca gris y acartonada que "le quitó su
bingo", por tener que regresar al cartón único, y decidió seguir el ritmo
de un solo cartón ya que no podría mantener el juego de dos durante el resto de
la noche.
Luego,
dos partidas más tarde, llegó el bingo. Veintinueve mil pesetas. Y eran sólo
las nueve de la noche. Decididamente, era su tarde. ¡Le vendrían tan bien estas
pesetas para reponer las menguadas provisiones de la alacena!,
–pensó-. Pero la comida no era una necesidad tan urgente; aún faltaban
cuatro meses para que viniera el hijo por su santo y, para ella sola,
bien podía pasar con el guisito de carrillada con patatas y zanahorias que se
hacía cada tres días, con las acelgas para la noche y, para desayunar, la
manzanilla que recogía junto al huerto del maestro y que tan bien le sentaba a
su estómago, tomada con una rebanadita de pan finita… finita... Faltaba aceite,
sí, pero prescindiría de él; que con la pringue de los menudillos y de la
carrillada del cordero, ya era bastante grasa para sus viejas arterias.
Jabón tampoco necesitaba hasta que viniera el hijo. Ella había aprendido de su
madre, en los tiempos difíciles, a hacerlo con las sobras de aceites requemados
y con sosa, y lo de menos era el olor; ¡mientras limpiara! Además, hacía unas
semanas que se había procurado unas cuantas pastillitas en el lavabo de la
cafetería de la plaza, un domingo en el que, a la salida de misa, se había
premiado su soledad con un cafetito. Así que sus necesidades más perentorias
estaban cubiertas y podía jugar a dos cartones desahogadamente el resto
de la noche.
Ahora era
más difícil perderse en ensoñaciones. No se perdonaría que se le pasase un
número echando así a perder la dedicación de su empeño. ¡Era tan hermoso pensar
en que los días de estrecheces se acabarían antes o después...! Quizá aquella
misma tarde que tan bien estaba presentándose. El 35…: su número de colegio. Le
gustaban los cartones con este número que siempre le recordaba los benditos
días de la adolescencia. No comprendía eso de la “edad difícil” y los problemas
de los quince años. Ella había sido tan feliz en el colegio como no recordaba
haberlo sido después, salvo el día en que nació el hijo. Habían sido aquellos
días del colegio verdaderos días dorados: la salida del pueblo y el
deslumbramiento en Madrid; años suaves, embelesados por la música de
“José-Luís-y-su-Guitarra”, del Dúo Dinámico, de Los Platers, de los guateques y
del "pikú". Todo tan ingenuo y entrañable, tan nuevo y tan brillante
para un alma campesina como la suya. Y aquel chico que apareció en las
vacaciones; ¿cómo se llamaba? Emilio, eso es, Emilio. Nunca volvió a sentir las
emociones que le causaban durante aquel verano el inesperado y fortuito roce de
sus manos en la vereda del balneario; los festivos baños en el río en mañanas
luminosas. Las tardes arropadas en cálidos ocasos; y los paseos por la
carretera al anochecer, refugio de primeras caricias al amparo de la oscuridad,
mientras que el valle se iba engalanando con líneas sofocadas y
luminosas, rastrojos quemándose con la fresca, llenando el aire de olores
inolvidables... El 49... Negro número; que el mismo día en que cumplía esa
edad, la dejó el marido, sin concederle siquiera el consuelo de un porqué. Pero
ya no dolía; el amor había muerto posiblemente bastante antes. Y el terror a la
soledad frente al mundo, que le apretó las entrañas durante unos meses, había
ido cediendo cuando vio que, mal que bien, iba sacando adelante al hijo.
¿Ella? Qué
importaba ella, si ya no tenía sitio en el corazón de nadie.
El 2...
¡Qué sugerente se le hacía cada número! El 2: ése es un buen número y lo
llevaba en su cartón. ¡El dos! La sociedad está pensada para dos. Uno puede
salir adelante sólo, pero el mundo está pensado para dos. Si no eres DOS
no tienes sitio en la mayoría de las fiestas, ni tienes por amigos a parejas
que, si te llevan, van como cojas; ni cuentan contigo. Siempre parece que estás
de más. El dos. Dice Carmita que, siendo UNO, tienes mejores oportunidades y
que te llaman a muchos sitios; pero yo sé lo que me digo: que si eres UNO, te
llaman cuando tienen otro UNO que necesitan emparejar para que les quede bien
el ambiente juntando a DOS. ¡En fin...! Siempre puede haber otro UNO
desparejado y... ¿Pero en qué estaré pensando yo a estas alturas…? ¡Tonterías!
-¡BINGO!
El
inesperado grito la sobresaltó, sacándola de sus cavilaciones. ¡Vaya!
Ahora que me quedaban tres números, y creía que iba bien, van y cantan. No
importa; todavía son las 11, y me quedan horas para cantar mi bingo acumulado.
Pediría un cafetito, que tengo el estómago estragado, pero un café es un
cartón, quizá el cartón definitivo que no puedo perderme. Lo dejaré para luego.
Cuando, a las once y cuarto, cantaron línea, se quedó mirando a la pantalla con
turbada obstinación. Allí estaba expuesto el cartón de la línea en el que sólo
quedaban cuatro números por tachar. ¡Y estaban en la bola veinticuatro! Así que
las probabilidades de que cantaran el acumulado eran tan altas como intenso era
el terror que la asaltó. Si el afortunado y desconocido propietario del cartón
de la línea cantaba el bingo acumulado -“SU acumulado”- tendrían que pasar aún
muchos días antes de que llegara a juntarse de nuevo la cifra que había ahora,
y sus proyectos se retrasarían más allá de lo que sus disponibilidades
económicas le permitirían aguantar hasta que cobrara su pensión y los
trabajillos de cuidar a los niños de la “vecina-enfermera-de-noche” que dormía
por la mañana. Apuntó los cuatro números que le faltaban al anónimo intruso en
el borde de su propio cartón y comprobó que dos de ellos los llevaba ella
misma. Por una vez en su vida deseó con todas sus fuerzas que no salieran sus
propios números, y siguió el juego con el hilo de sus ensoñaciones bloqueado
por la tensión del desastre que se anunciaba. El siguiente número era uno de
los cuatro que le quedaban al cantor de la línea. TRES, quedan tres números
nada más y vamos por la bola veintiséis. ¡Dios mío! ¡La hipoteca! ¡Su casa! ¡Y
el hijo! Otra vez la incertidumbre y la espera; ¡tanto sacrificio para
nada! El 5..., no es, no es tampoco éste. La bola treinta y cuatro; el 16...
Éste sí. Quedan dos; ¡Oh, Dios mío, sólo DOS! Que no salgan, Dios mío, que no
salgan... El 53...; el 90...El 81; -un sudor helado se le
instala en la nuca y le provoca un escalofrío-. El 87...; falta una; una
sola bola y no cantará el acumulado... ¡El 1! ¡Por fin! Ha pasado la bola
cuarenta sin que salieran ni el 13 ni el 17. De nuevo la esperanza disuelve la
rigidez de su pálido y contraído rostro y, de repente, le acometen unos
profundos deseos de abrazar al fracasado jugador. También repentina esa sensación
de hambre con que se queja el maltratado estómago, que sólo ha recibido una
manzanilla y un poco de pan desde esa mañana. Al terminar la partida, se lo
promete a sí misma: pedirá unas patatitas fritas como premio.
*
II
Las partidas se sucedieron con mayor rapidez de lo esperado, y un par de
"jugadas extraordinarias" de mil pesetas el cartón menguaron con saña
sus fondos. Sin embargo, no podía dejar de jugar dos cartones en cada partida,
a riesgo de sufrir por segunda vez, -y posiblemente definitiva-, la triste
experiencia de la mujeruca gris. Poco a poco, una sorda y recurrente angustia
comenzó a recorrerle el estómago. Se encogió; -decididamente, el estómago
era su parte más débil y necesitada-. Miró con alarma sus reservas reducidas a
un montoncillo de monedas y dos billetes de a cien, y sintió una vez más el
conocido desamparo propio de otras muchas tardes en que sus desvelos parecían
no tener fin.
Tres
partidas más tarde se hizo evidente su sufrimiento interno en un
leve temblor de las manos. Era el momento que el Magrajo esperaba siempre,
jugando un cartón muy de vez en cuando por disimular, y vigilando con
astucia a quien se quedaba sin dineros antes que sin ganas de jugar. Distinguía
los síntomas, como conocía los sueños y afanes de cada jugador de aquella sala
donde él se sacaba el pan de cada día con metódico esmero, con hábiles
préstamos y con calculados tratos oportunistas. Ya en otras ocasiones había
socorrido a la "Doña" de sus achicamientos dinerarios. Cuando se
acercó a la mujer, ésta pareció respirar con alivio reprimido mientras le decía
distraídamente:
-Hoy no he
traído más que la sortija que me regaló "el contrario" el día de la
boda..., y tampoco le tengo mucho aprecio.
-Y la
crucecilla esa, Doña, que también vale, -le murmuró con estudiada delicadeza el
ocasional prestamista.
-La sortija
sólo, Magrajo, que la crucecilla es regalo del primer sueldo del hijo, y ésta
no me la juego –respondió con decisión.
-Buena es
la sortija entonces en siendo de oro. Ya sabe, Doña, que hay que
distraerse; y que yo, por ayudarle en lo del hijo, lo que sea. Aquí tiene TRES
MIL.
-Valer,
vale más de CINCO, Magrajo, -le contesto sin levantar la mirada.
-Eso será
de día, Doña, y sin pago a domicilio como aquí, ‑respondió con fingida humildad.
-¡Bueno
está! Que por dinero yo nunca he discutido.
-¡Que es
usted muy Señora, Doña. Por éstas son cruces! –Y se llevó a la boca la mano
derecha con los dedos pulgar e índice cruzados toscamente.
Guardaron
silencio, y ella siguió jugando hasta que, a eso de las tres de la mañana, en
la penúltima partida de la noche, cantó, con voz estrangulada, y con el corazón
puesto en el nombre del hijo, el bingo acumulado de los SIETE MILLONES DE
PESETAS.
III
Poco era lo que quedaba de la hipoteca de su entrañable casa después de
toda la vida pagando. Con menos de un millón la canceló. Lo demás, para el
hijo, que vino a escape, nada más conocer la noticia de la oferta materna, sin
poner esta vez por delante a la novia, ni echarle cuentas al trabajo y a lo que
iban a descontarle. Ella recibió al muchacho con los ojos enrojecidos, pero no
por el sueño acumulado en cada noche como otras veces, sino de tanta lágrima
contenida durante largos años, y liberadas por fin durante toda la madrugada,
mientras paseaba su alegría por el escaso recinto de su casa, acariciando
fervorosamente las paredes, ¡POR FIN SUYAS!, después de tantos años de temores
cada vez que se acercaba el vencimiento de un recibo de hipoteca siempre al
límite de sus escaseces.
Le sirvió al hijo café caliente del bueno; recién
comprado. Mientras se lo bebía, le entregó hasta la última peseta, sin retirar
siquiera para llenar la alacena, porque, a fin de cuentas, ya no tendría el
gasto de los cartones de bingo de cada tarde. Su empeño estaba cumplido.
IV
Aquella maldita carta certificada llegó antes de terminar el año. Y con
ella se le acabaron las pocas ganas que le quedaban de seguir respirando.
¿Acaso no le habían quitado un buen pellizco de impuestos antes de entregarle
el talón de los siete millones del premio? ¿Acaso no se había gastado ella en
dinero y en sueño su pensión y sus ojos? ¿Qué era aquello de la declaración de
la renta? ¿Qué era lo de los ingresos irregulares? ¿Qué tipo marginal...?
¡Y lo de la
retención de la donación...! ¡Pero si era dinero salido de su propia sangre y
ganado para el hijo...!
Recorrió
ventanillas; rogó como nunca su orgullo de “gente-bien-venida-a-menos” le había
permitido hacer; imploró en los altares en silencio lo que no se atrevía a
demandarle al hijo después de que, al insinuarle su drama por teléfono, se
limitara a increparle agriamente, gritándole antes de colgarle “que ella sola
se había buscado el lío y que se apañara ella sola porque ya no sabía más
que hacer tonterías".
Por mucho que pensaba y calculaba, no le salían las cuentas. Lo que tenía que
pagar engordaba. Eran aquellos chocantes impuestos, más la multa por no
declarar el bingo acumulado.
Más lo de
la retención de la donación que ella pensaba que le pertenecería pagarlo al
hijo pero...
¡Más los
intereses!
¡Más...,
más...! ¡MENOS!
*
Acabó
convenciéndose de que nadie, ni desde el cielo ni desde la tierra, le echaría
una mano esa vez.
Y, antes de
que le embargaran su casa, sacó una hipoteca nueva, que el Director del Banco
le calculó para que le quedara algo que poder ahorrar de su pensión cada mes;
aunque fuera una miseria. El caso era poder comprar algo rico de comer para
cuando viniera el hijo por Navidades.
V
Por las noches, acostumbrada como estaba a dormir poco con la tarea del bingo, se
desvela. Entonces, echa cuentas de todos los plazos que tiene que pagar con la
nueva hipoteca y de todos los años que durarán. Y se inquieta pensando que no
podrá ser ella quien acabe de pagar tanto recibo.
Su última
pena, -piensa-, será morirse dejándole al hijo la carga de una casa hipotecada.
Y todo, -se
reprocha en silencio-, por perseguir un maldito bingo. Era para poder
acercarle algo a las necesidades del hijo, ‑trata de justificarse-. Pero
debería de haberse enterarse primero de que todo, hasta el sudor, hay que
compartirlo con los de Hacienda, que es una mala madre, o la Hacienda se come
tu propia casa, habiendo, como hay, tantas casas que solo se llenan en verano.
¡Un bingo
en cuya faena se dejó las mejores tardes de su vida!
¡EL BINGO!
*
¡Tiene
razón el hijo! -Piensa mientras cierra los ojos cansados en medio de la
oscuridad de la noche que cuelga sobre el vacío.
Ya no sirvo
nada más que para hacer tonterías.
Roma. Marzo 1997
MARINEDA 23.2.2003
“CasaChina” 27/12/2014
“VILLA MARÍA". La
Coruña. 24.09.1999.
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